Editorial
LAS GUERRAS CULTURALES: MONUMENTO A LA IGNORANCIA
LAS GUERRAS CULTURALES: MONUMENTO A LA IGNORANCIA
GLORIA CHÁVEZ VÁSQUEZ
“La corrección política es fascismo pretendiendo que son buenas maneras”
George Carlin
Entre 1933 y 1945, el régimen del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán más conocido como Nazismo, y cuya cabeza visible era Adolf Hitler, quemó en las plazas públicas y a la vista de sus ciudadanos, millares de libros y obras de autores y artistas del mundo que no conformaban con la siniestra ideología.
La Gran Revolución Cultural Proletaria, iniciada en 1966 por Mao Tse Tung en China para inyectar sangre a su decadente tiranía, destruyó alardosamente y por más de una década, todo objeto y vida humana que se consideraban burgueses. Durante ese periodo doloroso y funesto, hasta la música se consideró contrarrevolucionaria. Tomó años y la intervención de artistas y tratados internacionales para que los chinos disfrutaran de las sinfónicas, y eso si eran miembros del partido.
Los lectores de la novela del escritor inglés George Orwell, 1984 y Fahrenheit 451 del estadounidense Ray Bradbury, ya estaban prevenidos. Los sistemas educativos y políticos de América y Europa han caído en manos de manipuladores ideológicos que nos sumen gradualmente en una época de tiniebla intelectual, muy semejante a la represión experimentada en los países comunistas. No hay debate. Prevalece la censura. Se le ha dado el poder a la ignorancia. Y el mundo civilizado se ha convertido en espectador y víctima.
Ya creíamos suficiente que en Cuba se hubiera eliminado las figuras históricas y la historia se hubiera reescrito como pasó en la antigua Unión Soviética. Y que en países conocidos por sus brillantes intelectuales, las juventudes socialistas estuvieran cayendo en lo mismo. En Inglaterra la han emprendido contra Winston Churchill, el hombre que salvó al mundo del nazismo. En España, las guerras culturales se han ensañado con los monumentos nacionales y hasta los nombres de las calles. Basta recordar la saña de la izquierda española para acabar con el arte, la literatura y la escultura asociada con la época de Franco. Pasando del claro al oscuro, profanaron sus restos en el Valle de los Caídos. La acción nulifica la importancia del referente histórico por negativo que este haya sido. La historia sigue adelante y recordar nos sirve para no olvidar los errores del pasado. Para eso tenemos los cementerios producto de las guerras y para muestra los campamentos donde tuvo lugar el vergonzoso holocausto, ahora convertidos en museos como los de Dachau y Autchwitz. Never forget es el lema de este terrible episodio del salvajismo humano.
Desde que León Trotsky descubriera poder en la palabra racismo para controlar las masas, los comunistas se convirtieron en expertos en tergiversar el lenguaje para su conveniencia. Conocido ahora como corrección política, utilizar las palabras para vulnerar las emociones humanas es una especialidad. Al acusar de racista a una persona se le imbuye de complejo de culpa ante un racismo que la gran mayoría de nosotros no siente ni practica y en una época en la que la igualdad es pura razón social. El racismo es injusticia y es crueldad. Lo ha habido en todas las épocas y contra todas las razas; la única igualdad posible, como decían los pitagóricos, es la de la justicia. Solo cuando el ser humano reclama sus derechos y se educa es que rompe sus cadenas y puede gozar de sus libertades. Estos movimientos pretenden imponer una esclavitud bajo otro nombre y otros pretextos. La motivación es la envidia y el hambre de poder.
En Estados Unidos los nuevos censores son los vándalos de Antifa y Blacklivesmatter, muchos de ellos confirmados marxistas de la raza blanca, que andan enloquecidos demoliendo estatuas de fundadores, héroes, padres de la patria y prominentes líderes de la abolición de la esclavitud. Irónicamente, una estatua del pacifista Mahatma Gandhi, ha sido desfigurada en Nueva York. Así que lo del racismo no va en serio. Su objetivo es destruir las tradiciones y las costumbres de toda una nación. “Si no nos dan lo que pedimos”, amenaza Shaun King, uno de los cabecillas, “quemaremos el país entero”. Todo porque a ellos, en su desadaptación social no les place. Por eso boicotean a las empresas y sus productos, pretextando los tonos racistas. Persiguen o destituyen a periodistas, académicos o políticos, matan espontáneos que denuncian las verdaderas intenciones de las revueltas. La única pared de contención, los activistas conservadores, muchos de ellos minorías como el escritor indoamericano Dinesh de Souza, el periodista asiático-americano Andy Ngo, o comentaristas de la raza negra como Larry Elders y Candace Owens son desacreditados, difamados, censurados o amenazados de muerte.
Creíamos haber alcanzado un punto donde se había atenuado por lo menos el odio social. Pero nos equivocamos en grande. No solo sigue germinando en los países agobiados por el comunismo sino que ahora lo trasplantan en forma de yugo cultural a los países donde la democracia lo permite.
Profanar la estatua de Miguel de Cervantes o derribar la de Fray Junípero Serra, no solo es ignorancia. Es estupidez. Es mala fe. Desecrar los cementerios donde están enterrados los mismos soldados que dieron su vida por abolir la esclavitud; quemar templos y querer destruir las esculturas de Jesús porque era “blanco” es un argumento falso. Es rehusarse a entender que hay diferentes estándares para cada época de la historia. Es querer borrar el pasado de la mente colectiva para querer implantar una doctrina. Es un lavado masivo de cerebros.
Que el tataranieto de Theodore Roosevelt estuviera de acuerdo con que se removiera la estatua de su ilustre antepasado del frente del Museo de Historia Natural en Nueva York no solo es deprimente sino una muestra de la locura que padece la sociedad actual. Aun peor, que un artista como Bansky sugiera derribar un monumento para erigir el de los bárbaros que la tumbaron no solo es muy penoso sino alarmante. Sus gráficas, estampadas en las paredes de todo el mundo deberían ser acompañadas por la frase del poeta y filósofo español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana, escrita en la entrada del bloque número 4 del campo de Auschwitz:
: Quien olvida su historia está condenado a repetirla.