Editorial
Escribir en cuarentena – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Escribir en cuarentena
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul
Una de las cosas que hemos aprendido en esta larga cuarentena ha sido justamente que mentimos mucho, como sociedad, como civilización, y como personas. Decimos que vamos a empezar tal proyecto en una fecha, que nos vamos a poner a dieta o que comenzaremos a construir una mejor versión de nosotros mismos. Las fechas se cumplen, las promesas no. Normalmente no pasa de un gesto y la nueva ilusión de programarlo para ahora sí hacerlo, de veras, por esta, y que nadie se atreva a dudarlo; o a recordarlo una vez que se cumpla esa nueva fecha. Y en la escritura no es diferente. Llevo años prometiendo que comenzaré una novela, ese experimento que quiero enarbolar en las noches de insomnio donde los videos en redes sociales me llevan a pasear por sitios desconocidos, para darles un mejor uso. Digo que voy a revisar mis libros de cuentos para ahora sí editarlo y comenzar con su distribución, aunque sea modesta, en los pequeños grupos cercanos. Digo que trabajaré en esto o aquello, porque ahora sí, no hay nada más que hacer. Y me disculpo con quienes tienen mayores responsabilidades, y cuyo trabajo diario tienen tanta demanda de su esfuerzo.
En esta cuarentena lo que sobran son proyectos, y lo que falta es lo mismo de siempre: constancia. Y es que se ha hecho tan larga, que cualquier excusa para romper las dinámicas cotidianas sobresale en cada oportunidad. Lo que nos falta a muchos escritores modernos es esa tradición del siglo pasado por tener metas y fechas límite, por depender de una columna o entrega para cobrar un sueldo, y así vernos forzados a estar sentados ante el papel o la computadora para ejercer el laburo de la redacción. La modernidad y los mecanismos tecnológicos se han sumado a las facilidades de publicación en medios electrónicos, lo que nos ha vuelto un tanto complacientes y perezosos. Otro enemigo mortal es la tan posmoderna satisfacción con uno mismo, que dicta que no hay errores y todo es aceptable, que se puede ser escritor sin escribir o sin aprender a escribir, y peor aún, sin leer. La nuestra es la enfermedad de lo inmediato, de lo moderno, de lo justificable.
Con bromas y memes nos burlamos de las artes plásticas, donde una barrendera entra a un museo importantísimo y sin ninguna emoción pregunta si es basura o una pieza de exhibición. Pero los que nos dedicamos a la literatura, ya se profesional o aficionados, no estamos tan lejos de esa manzana podrida, ya que justificamos el genio incomprendido con la revolución, la sombra de escribir para el futuro, y de tener poco tiempo para revisar por las ansias de vivir. Somos en pocas palabras, una generación que se encandila con llamarse poeta o cuentista sin saber las bases de esas técnicas, que se presenta como un histrión en los espacios, pero sin reflexionar, que surge espontaneo y se desvanece igual de rápido. Nos convertimos en los performanceros ingenuos de nuestro propio quehacer, donde vale más un texto curatorial o escupir al rostro de quien nos juzga, que vivir por nuestro arte; y hacemos peores ridículos al cobijo del alcoholismo, la excentricidad o una forma muy yoko ono (en minúsculas) de hacer ruido para distraer de lo menos relevante.
La pandemia ha herido gravemente a nuestra estirpe, que se ve reducida a dos destinos igual de terribles: invadir el mundo de las redes con propuestas donde un swipeo (mover el dedito para pasar de largo) vago nos borra de la pantalla tras una lluvia de memes; o peor aún, tener que sentarnos a escribir para entrar en esa competencia de la atención que sólo la pulcritud y el trabajo nos puede ayudar, y al que tan trabajosamente se aspira con el orgullo del artesano. Como sea, las víctimas de esta pandemia cada día somos más, ya sea por la desagradable enfermedad o por la saeta quemante que nos exige hacer cumplir con el oficio del que hacemos un uso como título nobiliario.