Editorial

Los amores que he dejado ir – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Los amores que he dejado ir

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul

 

Amar es un ejercicio camicace que requiere más gallardía que algunas pruebas militares, pasadas o modernas. Hay distintas naturalezas en el amor, desde aquello que va por lo divino, lo familiar, donde el amor a la madre parece ser una sustancia muy diferente a todo lo concebible, y el amor por la garnacha, por nuestras aficiones y mascotas, y finalmente, el amor inmaterial al otro, a la etérea idea de lo humano y sus dones, o al semejante. En este caso, las semejantes han sido para mí un largo proceso para construirme dentro de mi relación con el mundo. Recuerdo que a la primera mujer que vi de una manera “distinta” fue una semejanta niña como yo, con su cabello cobrizo y sus facciones siempre claras en la memoria, justo a las puertas de la aterradora pubertad. Curiosamente, el complejo de Edipo me hizo reconocer muchos años después que le daba unos cuantos aires a la mujer que más perfecta me parecía, entonces mi madre, y figura que trasladé inocentemente a otro cuerpo y otros ojos. No es por ponerse freudianos, pero no podemos evitar esa comparación inicial del primer amor, siempre alejada de las particularidades de los humores tropicales que vienen después, dónde hay más hormonas y deseos de aprender de lo desconocido que otra cosa. Desde entonces, siempre han sido en mi caso las mujeres el tema central de mi obra, aunque parezca que no tiene relación alguna con mucho de lo que ando publicando. Escribo para mis amigos, para la gente que conozco, para los libros o temas que voy descubriendo en la vida, pero la mayor parte de las veces pensando en alguien. Escribir es un acto de intimidad que se comparte, muchas veces en secreto.

Algunas mujeres han sido fundamentales para entender mi vida, sea como un péndulo que acompasa el corazón o una cuchilla que me despierta cuando más helada es la noche. De todas ellas he aprendido, y en todas ellas hay fragmentos de mi propio caminar entre los hombres. Es muy de viejos rememorar los amores como si se llegara a una meta sacra. Las amistades y otras formas de compartir con ellas que me vienen a la mente (porque no todo es simple cachondearía, sino que a veces las palabras atan más que las caricias), porque es también fundamental hacerlo. Estoy seguro de que hay momentos clave en mi conciencia y en el desarrollo de mi personalidad que no se explicarían sin una persona en particular, y vaya que las mujeres tienen un histriónico papel en ese éxodo arrebolado. Sin embargo, el proceso de aprendizaje es imperfecto, y a veces los objetos se raspan o se extravían en el camino. Odiamos perder las cosas porque nos sentimos desnudos o indefensos, torpes, que hemos cometido un pecado insalvable, que se ha mutilado algo muy adentro. Muchas de las personas que más valoro han partido a naciones extrañas de las que no tengo noticia, otras han vuelto, cambiadas y radiantes, y otras siempre han estado lo suficientemente cerca como para no notarlas. Cuando hablo de amor, no necesariamente es lo sexual lo que salta de manera oficiosa, y ni siquiera lo meramente romántico, tan mal llamado lo platónico, sino esas extrañas veredas de lo sentimental, desde la complicidad por una charla, de compartir los misterios que trae la noche, hasta las aventuras más soeces y caprichosas de la juerga. Amar no es un acto de posesión, sino de compartir, ya sea el pan o la lira, o la respiración bajo la piel que nos habita. Ser consistentes con la coincidencia.

Como buen anciano emocional que soy, aprecio a las personas que están a mi lado, aunque a veces parezca que somos figurines de vapor que pasan de largo, pero siempre en una dirección semejante. Pero recuerdo con singular cariño a las que ya no están en esa dimensionalidad de la alegría, que son una nota que recuerdo y de la que no estoy seguro de haber escuchado; o de reconocer el afinado instrumento que las produjo. Las mujeres que se han marchado de mi vida son el oleaje de una época distinta que pernocta en mis acciones, barcas que debieron llegar a las aguas tranquilas que tanto deseaban, así lo siento ahora tanto tiempo después. La nostalgia tiene algo de sadomasoquista, ya que nos permite recordar aquellas cosas buenas y difumina los momentos horridos que achicaban el mundo; literalmente, como si cubrieran las vista con una natilla viscosa. Recordar con tanto afecto a cambio de lo que hemos aprendido. Parece justo.

Tampoco se puede exponer uno a la perfección, como si no hubiéramos maltratado a otros. A veces con conciencia y causa, otras por simple estupidez, y la mayor de las veces por inercia, también lastimamos a quienes son gentiles con nosotros, y ese cargo en la conciencia es insalvable. Amar significa arriesgarse a no ser amado, a sufrir o provocar el rechazo, a descubrir que los metales se gastan, y a que algunas piedras esconden gemas impronunciables; y muchas de las veces es imposible restaurarlos. La mayor metáfora es la del mar, con su amor violento y eterno, que se renueva, y sustituye, y avanza para retroceder, que es un capricho de su naturaleza y que tiene al mundo en una espera silenciosa que otrora palco es una violenta tempestad. Las mujeres que he amado son sin excepción una algarabía, sea la jarra repleta de miel o la rota que se trata de mantener entre las manos sin mediar la sangre perdida, una brújula espectacular bajo la que no se puede andar errado.

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