Editorial

Padecimientos literarios y otras afecciones – Delirio de Luna llena

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Padecimientos literarios y otras afecciones

Mariel Turrent

Delirio de Luna llena

 

Traté de darte un beso y aunque mis ganas aumentaron tras un frustrado intento, no estuve dispuesto a sacrificar ni un minuto más. Me despedí y me fui, lamentando lo tarde que era y contando las horas de sueño que me quedaban. Me quedé con ganas de probar la caja de chocolates que te había llevado; los colocaste sobre tu mesa de noche y no te acordarte más de ellos.

No, en realidad no recuerdo en qué momento llegué ahí. Ni cómo mi lecho devino un cajón tan oscuro. Mis memorias comienzan en el inmediato suave intento que me hizo salir de ahí, cuando mis manos se deslizaron recorriendo el raso negro de aquel capullo. Después, sin previa intención me vi flotando para alcanzar tu ventana. El raso que primero me envolvía era ahora una capa negra que me sostuvo sobre un viento suave. Ya no sentí cansancio alguno.

Llegué a tu terraza y pude verte a través de la ventana; me detuve un largo rato, hipnotizado por el efecto de la Luna llena, que fue acariciando tu cuerpo tendido en la cama. Inmerso en un éxtasis onírico, fui saboreando el recorrido de esa luz tan blanca deslizándose con el tiempo desde los pies hasta tu cara, alimentando en mí un irrefrenable deseo.

En un impulso salvaje, sin importarme nada, traspasé el cristal de tu ventana y, sorprendido, tuve conciencia de no haber ocasionado un impacto brutal. Estaba dentro y el vidrio intacto. Nada me detuvo. Tu delicioso y lánguido cuello era un imán que atraía mi hirviente boca en busca de alivio. Sentí ese perfume enredado entre tu pelo y la almohada y quise acercarme más. Entonces tu cuello me pareció lejano, inalcanzablemente gélido. Espantado, me retraje. Me senté al borde de la cama y sentí desaparecer los enormes colmillos que me habían crecido, no sé en qué momento. Mis pupilas se perdieron en el espacio de mis pensamientos, donde permanecí extraviado.

De pronto un barnizado tinte lunar me mostró con transparencia mi objetivo. Poco a poco lo fui enfocando sobre tu mesa de noche, y supe, ya sin dudas, por qué había llegado hasta ahí. Sin titubear extendí mis brazos hasta la caja que, en imantado impulso, casi con voluntad propia, se entregó a mis manos para saciarme.

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