Editorial
Crónicas del Olvido – LA RUEDA DEL SILENCIO
Crónicas del Olvido
LA RUEDA DEL SILENCIO
Alberto Hernández
I
Rueda el mundo, desmedido, por un pedregal. Rueda sin tiempo, amargado, rotundo y seco. Los relojes se detienen en la hora exacta. La tragedia emerge de la pantalla y se instala en los ojos de quien se dirá testigo del futuro. El pesimismo, el Apocalipsis atado a los brazos de un Juan Liscano silencioso.
En medio del polvo, un libro nos enseña sus páginas. Giran, pasan violentamente por la fuerza del viento. Alguien a lo lejos, lo que queda de él, suerte de fantasma ciego, empuja la niebla de sus ojos. El calentamiento del espíritu no es una noticia sin fuente. Un poema revisa las inundaciones, el desierto universal, la muerte aún tibia a la orilla del desastre. Catástrofes interiores. El pesimismo nos hace ver sin mirada: carbonizados por el miedo, la herida de un cuchillo de piedra. Quién nos contará con detalles lo que pasó. Qué notario, qué cronista, qué contralor trazará los signos de la derrota. Los datos del tiempo. La quebradura de la geografía. Un hueco profundo espera el eco de los pétalos de Ezra Pound. Por allá lo dice de otra forma José Emilio Pacheco:
No el fin del mundo,
sí de este mundo,
el trueno que en la sombra se escucha hondo.
Ahora estamos a la intemperie.
Somos los dueños del vacío.
II
Quien pretenda engañarse, se topará con la desolación. Rueda bajo el influjo de la luna. El silencio arbitra el desalojo. Alguien que se creía ciudadano, es sólo perfil, osamenta, relación de cuenta. Nada es permanente: “Sólo es eterno el fuego que nos mira vivir. / Sólo perdura la ceniza./ Funda y fecunda la transformación,/ el incesante cambio que manda en todo.// Sólo el cambio no cambia y su permanencia/ es nuestra finitud.// Hay que aceptarla y asumirla: ser/ del instante,/ material dispuesto/ a seguir en la rueda del hoy aquí// y mañana en ninguna parte”. El poeta mexicano se acoge al eco de Erich Fried: “De quien te dice: tengo miedo,/ no dudes./ De quien te dice que no duda,/ ten miedo”.
Vuelve el hombre a su esquina preferida. Vuelve a la calle, mira el universo a través de las hojas de un inmenso árbol seco. Las frutillas muertas cubren el suelo. Una hojarasca imprecisa remeda la estación del fin. ¿O es el comienzo de algo? La plazoleta, atendida por la miseria, se mueve frente a los ojos del hombre. Se mueve de lugar, se aleja. El mareo metafísico, la redondez de la maldición. La tierra, la rueda del silencio. De noche, la luna lima sus puntas. Quien se sienta en la acera, solo, extraña el bullicio de las prostitutas. La osadía de los carteristas. La gratitud de los asaltantes. Un veterano homicida, frecuentador de cárceles, añora su visibilidad. La poesía, la rueca de quien llora el calambre de esta transición. Un “nuevo orden” atestigua frente a un juez denigrante:
Lo acumulado se rebela en caos,
secuestro bajo la muchedumbre ingobernable
de papeles y objetos.
No hay que rendirse al pasado
sino echar por la borda el lastre.
Lo que fue hecho para frenar el instante
se transforma en cadáver de aquel instante.
Vivir ligeros, sin souvenirs, sin archivos.
Lo que ha sido se ha ido.
Ya se fue.
El mañana
vendrá como quiera y sin miramientos.
Sobre todo sin miramientos.
III
En el desierto cósmico, “en la ignorancia a medias de un idioma”, la aventura de vivir es un diagnóstico. Alguien pronuncia una palabra, el viento la borra. No hay oído que pueda oírla, que pueda sacudirla por el pecho y hacerla entender que no hay quien la oiga. Que no hay destino, que la rueda del silencio se ha apoderado del mareo de los que una vez paseaban por el parque o inventaban otro mundo. Aquí la poesía vuelve a su sitio: contempla, ríe, llora, se busca en algún rincón de un símil. Así, entre los espasmos propios de quienes agonizan, escuchamos a José Emilio Pacheco en un salón atestado de duendes: “Nuestro mundo se ha vuelto desechable”, dijo con amargura. / “Así, lo más notable/ en el planeta entero/ es que los hacedores de basura/ somos pasto sin fin del basurero”.
Al final de la pesadilla, al culminar el vacío e iniciarse la conciencia, la palabra se detiene en un lugar a beber agua, la poca que encuentra anida los parásitos dejados por la huida. Respirar debilita, anuda al tronco muerto de lo que fuera un árbol orgulloso.
El aire está en tiempo presente.
La luna por definición en pasado.
Tenues conjugaciones de la noche.
El porvenir ya se urde
en los fuegos que hacen el alba.
Invisible para nosotros, porvenir nuestro,
como otro sol en la maleza del día.
Recreación de la palabra. El mundo no merece un análisis. El poema se pasea orondo. Rubrica su soledad bajo una luna rota a pedradas por el fanatismo. Las consignas de la muerte regresan de la muerte. Un ojo gigante pretende vigilarlo todo. No es luna, no es sol. Un ojo desmesurado, miope y sucio, intenta lamer el alma de los desasistidos de la ley. El presente y el pasado festejan en el barro de las bestias.
La rueda del silencio, la ubicuidad de la palabra. El silencio. El poema