Editorial

Aprender de mi perro – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Aprender de mi perro

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul

 

Todos los días, mi perrita, una tormenta agradable blanca con café de talla media, se despierta con una alegría escandalosa. Me abruma un poco. Brinca, busca dar lengüetazos, se echa en su lomo y da patadas (con una impecable puntería para mis riñones), y es en todo momento la gratitud de un nuevo día. Cuando hace frío, se hace bolita y nada la perturba. Apenas comienza a sentir el calor, da pie a los rituales de inspeccionar cada elemento para verificar su orden, las habitaciones, las personas, cada minúscula reminiscencia en su mundo. A veces la escucho dar vuelta en los pasillos buscando a las personas, y otras se retira en un silencio sospechoso a meditar sobre sus asuntos. Tiene un carácter propio, una personalidad bien definida, y sus aficiones o terrores, tan propios de ella. Todos los sitios le pertenecen, cata de todas las comidas, y cualquier colchón es su cama; lo que a veces perturba a más de uno, que viene de otras costumbres.

Cuando se propasa en su alegría o caprichos, hay siempre un espacio para la reprimenda, donde pude reconocer sus faltas y buscar la quieta gracia o alejarse orgullosa por esta vida tan loca que lleva. Pero jamás le he conocido el rencor, y siempre regresa con una nueva actitud a repoblar las estancias de las que no puedo desprenderla. Quizá sea válido mencionar la memoria de corto plazo, la capacidad cognitiva, la simplicidad intelectual, u otras obviedades biológicas, pero hay ocasiones donde esa memoria parece tan prodigiosa como la de Funes, y sus artimañas para salirse con la suya también superan las expectativas de Hermes. La vida de un perro es simple, porque la felicidad es simple, pienso. Tienen una naturaleza caprichosa y posesiva, pero también llegan a ser desprendidos, desarrollan rutinas y actitudes que recuerdan a las de las personas, y nunca lo ensayan. En todo momento, su actitud va acorde al mundo, y apenas conspira, que sí lo hace, para salirse con la suya y obtener comida o un buen descanso entre las piernas; no me parece ni medianamente condenable, aunque puede ser un poco impertinente.

La vida con una mascota es singular. Puede ser una herramienta de desarrollo emocional o un sensor de violencia, como pasa en algunos países europeos, y es siempre una aventura magnífica. Cada perro se vuelve tan único como lo son las personas, y desarrollan sus manías y juegos, sus acciones y formas de comunicarse con nosotros. Parece muy ocioso y occidental dedicar tiempo a un animalito, casi humanizarlos, y hablar de su temporalidad como un hecho de relevancia. El debate filosófico es tan válido, como lo siguen siendo otras paradojas de la libertad de expresión, la libertad en sí, o la naturaleza de lo humano. Eso ha pasado en la literatura con notables y devastadores ejemplos, ha pasado en la filosofía y en otras ciencias sociales que buscan decantar el papel de los animales rituales y de compañía en las sociedades, y ahora más tarde ocurre en la concepción de la familia moderna, donde buena parte de la sociedad ha dejado detrás la noción de divinidad humana sobre todo lo vivo que hay en su entorno para reconocer un poco más su singularidad y derecho a no sufrir. Como en todos los casos, los extremos son cuestionables y negativos, tanto en forma como en contenido. En este caso, sólo dedico unas pequeñas palabras para reconocer que el aprendizaje viene de observar lo que nos rodea, de permitirnos entender cuanto hay allá afuera.

De mi perrita he aprendido que la lealtad no se cuestiona, y que tampoco se exige. Que el afecto se da, y está bien que sea unidireccional. Que la noche siempre es larga, pero puede no ser fría. Y que la soledad es un curioso desdoblamiento para darle matiz a las cosas. Naturalmente una mascota no suple el contacto humano, ni erradica el debate sobre el derecho de otras especies a existir en la naturaleza, mas son parte activa de la compleja red social de la humanidad. Con esas notables diferencias entre no sufrir por tener que pagar impuestos o batallar para resolver los conflictos sentimentales o el ego, la vida de los perros es un vestigio de nuestra edad dorada, cuando viajábamos en la estepa para recolectar y volver a la manda para sobrevivir. Entonces éramos una manada, un gremio, la familia de la época de oro marxista. Los perritos son una metáfora viviente de otros tiempos en los que fuimos menos máquinas, cuando estábamos en contacto con la naturaleza, con los demás, y con nuestro propio espíritu. Eso nos lo recuerdan cada día con su jovial forma de alterar el orden.

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