Editorial
Hablar a la nada – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Hablar a la nada
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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En mi experiencia como escritor de poesía, como el simple escribidor que transcribe una voz pausada y lenta que viene de sitios desconocidos, he tenido un curioso dilema: ¿es más importante la claridad o la obsesión por el lenguaje? A primera lectura puede parecer una de esas ociosas preguntas medio engreídas con que me entretengo normalmente, pero esconde una importancia capital en la labor de la redacción: ¿hay claridad cuando se es inteligible? Me gustan las palabras, me gustan los juegos en el sonido y la longitud de los caracteres, las revoluciones de la espiral dentro de cada aliento, esos laberintos que se arrebolan en la lengua y nunca terminan de abrirse a la luz por completo; estar y no estar en la habitación, ser la medalla de Orión, la pompa de jabón que revienta en silencio apartada de cualquier testigo. Una constante en mis amigos, que han llegado a leer lo que escribo, es la aparición de palabras que por momentos parecen poco naturales, sacadas de diccionarios en desuso, es la aparente necesidad de un diccionario para traducir ese español extraño que se asoma en los versos de vez en vez. Eso representa un problema existencial para mí.
Lejos de la vanidad superflua de quien quiere aparentar ser más inteligente de lo que es (o tal vez por esa misma razón), me fascinan esas palabras. No son las que se usan en la tienda o al responder al teléfono, pero son mis palabras, la herencia de las desmadrugadas lecturas en compañía de viejos amigos, la mayoría ya muertos. ¿Cómo saber cuándo uno ya está pasado de moda, anquilosado, errático, obsoleto? Otra cosa es ese pícaro placer por lo barroco, por lo rebuscado y garibolesco, por lo que se tiñe un tanto de carnaval literario para darse ese gustillo culposo de resonancias al interior del cráneo. Normalmente es algo que no molesta en absoluto, ya que uno escribe para los que vendrán, como decía Nietzsche. Hasta que resulta que la finalidad no se cumple. Qué pasa cuando a aquellas personas a las que les dedicamos lo que escribimos, a quienes fastidiamos con nuestras obsesiones, con nuestra pesada admiración, también sufren para encontrarle los pies al gato. Se convierte en un obsequio cuya envoltura no sólo estorba, sino que insulta, abriendo brechas donde se supone se buscaban establecer puentes. Qué pasa si quien escribe nunca se para de golpe a pensar si hay una posible respuesta a sus largas peroratas, y es un ejercicio elegante, pero hueco.
Por el otro lado, quien ejecuta el movimiento de la pluma, ya antaño, y el clickeo en la pantalla, moderno Prometeo, es resultado de la forja de la que viene su instinto escritural, es un remanente de lo que lee, y por tanto de lo que es. ¿En qué sitio yace el punto medio para esos mundos, donde lo que se busca y lo que se debe pueden igualarse para mantener un equilibrio sano? Quizá por eso muchos de los grandes poetas han sucumbido a su propia obra, apilados en los mausoleos hermosos que son las bibliotecas tradicionales, dejando que los versos más alegres, y muchas veces más simples, como la flor salvaje, sean las que asomen por su olvidada calavera. Y esas flores son las que se integran a lo popular, las que forman canciones o ideas, las que repiten los enamorados con afán de demostrar sus sentimientos febriles o los ancianos como un gesto de sabiduría para mejores momentos en dichos y refranes. ¿Dónde un poeta decide amarse más a sí mismo, a su ego ante el espejo, que a los prójimos tan tangibles al final de sus labios? ¿De eso nos advertía Borges en el libro de arena? ¿De eso no prevenía Verlaine con amarga sonrisa? ¿Ese fue el secreto que se llevó a la yerba Whitman?
Hay un placer inexpresable en hablar al aire, a la nada, sostener esas profundas aspiraciones que nada significan, y descansar de vez en vez en algún otro goce hedónico. Soy pecador, no lo niego. Pero hay otro goce en la complitud del círculo, en encontrar una respuesta a lo que se dice, cuando menos como una afirmación o mueca de desagrado, pero vivo, orgánico. Para qué escribirles a los muertos que nada les inmuta, dejando a los que caminan a nuestro costado caminar por un fango menos oneroso porque la palabra lo amerita. La palabra es una saeta en llamas que puede alumbrar la caverna del mito, y así ser más hiriente y cruel, echando de frente las diferencias y las pasiones, pero puede ser también, y debiera, ser una lumbrera puesta al alcance del fatigado viajero que detiene su corazón para comer lo mismo del trozo de pan que de la compañía. Después de todo, como pensaba Neruda, el vapuleado y monstruoso poeta de gentiles palabras, con una poesía como el pan en la mesa, para el disguste de todos. ¿De qué sirve la belleza que no puede admirarse por ser incomprensible para aquellas personas a las que deseamos con tanta desesperación regresarles en un verso todo aquello que nos provocan?