Editorial
EL ANGEL DESINTEGRADOR – Gloria Chávez Vásquez
EL ANGEL DESINTEGRADOR
Gloria Chávez Vásquez
A decir verdad, la idea del desintegrador había comenzado después de mi invento de la boquilla desechable para cirugías dentales. Estaba aterrada de ver al Dr. Goldman chuparle la sangre a paciente tras paciente usando y re-usando la misma boquilla metálica como si eso de la esterilización no fuera con él. Había algo de morboso en su descuido antihigiénico, tanto en su práctica como en su persona. Su melena grasosa, cada vez más incipiente, revuelta y deshaciéndose pelo a pelo por toda la consulta. Su bigote hirsuto, salpicado, no se sabía nunca si de canas o de polvo para rematar suturas. Su bata, recién recogida de la canasta de la ropa sucia, arrugada y maloliente, era antítesis de la ciencia: más un alquimista de esos de principio de siglo que jugaban a crear vida a partir de una probeta llena de porquería.
Desde que se había divorciado —y porque ya no tenía una mujer que le preparara diariamente un uniforme limpio que ponerse— quería endilgarme el trabajo a mí, sin siquiera hablar de un aumento de sueldo. Se creía él que por haber caído en sus garras, estaba completamente desenterada de los derechos laborales. Nada del otro mundo, desde que este se había convertido en una cueva de fieras que luchaban por cualquier trabajo para –¿qué más?– poder llevarse un bocado de comida a la boca. Con las pocas migajas que pagaban los siniestros empleadores de la última generación que había alcanzado a terminar carrera antes de que clausuraran definitivamente las universidades…el gobierno —o no sé quién— había decidido que las instituciones educativas, habían terminado por convertirse en centros comerciales en donde se vendían los diplomas…y he aquí el maravilloso resultado…en la persona de mi jefe…
En fin, que llegó el día en que consideré que mi aporte a la humanidad –inexistente hasta entonces–, debía por lo menos combatir las prácticas peligrosas de este absurdo oficiante de dentistería. Yo ya no tenía ningún diente que perder y mucho menos en sus manos.
Al principio, él se quedó boquiabierto al ver que su boquilla metálica había sido reemplazada por el tubillo plástico transparente, recortado del salivador y afianzado a la manguera aspiradora con esparadrapo. Se molestó intensamente porque, según dijo, yo no era ninguna especialista como para ponerme a inventar cosas. Sin embargo, terminó por aceptarla de mala gana cuando un paciente educado y consciente le echó una retahíla de insultos por su cochinada y amenazó con demandarlo ante las autoridades competentes por poner en su boca semejante cultivo de bacterias.
Goldman comenzó a usar la boquilla y con los días empezó a creerse que había sido su invento. Para evitar que me quitara el poco crédito que yo merecía en este mundo, me puse en contacto con la sociedad de inventores para patentar la pendejadita aquella.
Pero Roberts, el agente —un hombre diabético entrado en años cuyo gastado traje no admitía una planchada más— me informó que necesitaba algún dinero para mercadear el invento. Tuve que acudir a Goldman, quien exigió a cambio el control de la producción y gran parte de las ganancias.
La boquilla comenzó a circular por las consultas dentales del mundo entero. Se le conoció como «la boquilla del Dr. Goldman», según Magila el distribuidor (el mismo que distribuía las botellas plásticas recicladas para almacenar el agua potable), por razones de garantía para los demás profesionales. Me consolé pensando en que mi invento era una especie de revolución personal para combatir las asquerosas prácticas de gente como Goldman.
Por aquellos días, mis vecinos de habitación, los Chen y los Argudo, andaban paranoicos por la desconsideración de los dueños de perros que sacaban a la calle a sus animales sin ocuparse luego de recoger los excrementos. Había que oírlos recitar las letanías budistas o cristianas después de estampar un pie en uno de aquellos desperdicios orgánicos para conocer los olores de la furia. La capa fétida y ofensiva se iba acumulando en las calles de la ciudad debido al descuido y desconsideración de los amos que insistían en convertir a aquellas desdichadas criaturas en apéndices de sus neurosis. El día que una de esas plastas se adhirió a mi sandalia y no pude despegarme del olor aunque terminé por aventarla desde el quinceavo piso hasta la colina de basura encapsulada al lado del edificio, decidí que era hora de actuar nuevamente por la humanidad.
¿Qué tal si inventaba, pues, un desintegrador, utilizando el principio de la antimateria, del quantum leap, o de los agujeros negros? Ya bastante teoría había absorbido yo a pesar de mis deficiencias genéticas y elementales como para saber las leyes de la causa y el efecto. Mis años en el orfanato habían resultado pródigos en el uso práctico de la computadora. Conocía todos los juegos, todos los programas. Era cuestión de dar rienda suelta a mi imaginación y esa me sobraba.
La idea del desintegrador tenía su base en mi creencia de que, si se podía aspirar la sangre corrupta de un organismo para depositarla en un tanque, que después podía ser vaciado en una cañería, también se podría aspirar y descartar la basura o los elementos tóxicos que tanto dolor de cabeza estaban dando al mundo. Pensé luego que sería más práctico si se pudiera hacer desaparecer por completo la inmundicia.
El desintegrador debería, inevitablemente, tener la forma de una pistola tamaño manual, pero con suficiente poder como para desintegrar masas de por lo menos una tonelada. Debería adaptársele, eso sí, un graduador de intensidad como para que si uno iba a desintegrar una plasta no se le fuera la mano y desintegrara la calle o un edificio. Por otra parte, debería además tener un discriminador químico, mediante el cual el desintegrador solo se concentrara en la composición atómica de las heces fecales y pasara por alto la composición de un árbol o de un banco de parque. Definitivamente había que asegurarse de que el desintegrador no operara ni siquiera por accidente sobre la composición atómica animal o humana.
Aun así, era necesario considerar la posibilidad de que el desintegrador tuviera la capacidad de desaparecer personas; en cuyo caso, no solo adquiría un poder efectivo sino devastador y hasta político. ¿Qué iban a decir los filósofos al respecto? ¿Y la prensa? Unos me acusarían de poseer una mentalidad criminal; ¿y los otros? Los otros tal vez desearían poseer un arma de semejantes propiedades. Algunos hasta insinuarían que si por fin se había encontrado la solución al problema de la incineración de la basura — ¿por qué no?—, debía aplicarse también a solucionar el de la superpoblación en las cárceles.
Pero, y ¿qué tal si la noticia cundía y los prejuiciados y discriminadores, que se cuentan por hordas en este mundo, se enamoraban de la idea del desintegrador como una solución al problema de la inmigración indeseada? No faltaba más, solo había que poner un ejército de guardias en la frontera con las pistolas desintegradoras y esas gentes tal vez ni volverían a meter las narices en el Río Grande. Y ¿qué si caía una pistola de esas en manos del Ku Klux Klan? ¿No bastaría una sola noche para que la humanidad fuera condenada a una sola raza?
Mejor dicho, las implicaciones eran espeluznantes. Pero, la idea seguía siendo tentadora porque yo pensaba que si inventaba el aparato y lo mantenía en absoluta reserva, tal vez podría convertirme en una especie de ángel guardián, quien, sin que nadie se percatara de su existencia, podría ir deshaciendo entuertos por el mundo.
Una variedad del desintegrador podía muy bien ser la de que, revirtiendo cátodos y ánodos, el desintegrador absorbiera la materia para luego hacer que reapareciera en otro lugar (una especie de teletransportador al estilo de Star Trek). Luego, de esa manera, podrían vaciarse algunos superproductivos graneros y desplazarlos a lugares en donde hay tanta hambre… Somalia, por ejemplo.
En esas estoy ya, describiendo los futuros planos de ese maravilloso invento, cuando viene el atolondrado del Dr. Goldman a decirme con su siempre impertinente voz de recogedor de basura alcoholizado…»Hey girl!… este estiércol se ha trabado!»
Yo lo miro tratando de evaluar toda su mala educación y su ignorancia, protuberante a pesar de no sé cuantos títulos universitarios…permanezco en silencio y me prometo trabajar arduamente en el invento, porque quién quita que en un par de años el mundo pueda estar limpio de toda esta basura.