Editorial

LA ATRACCIÓN DEL PUEBLO – GUILLERMO ALMADA

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LA ATRACCIÓN DEL PUEBLO

GUILLERMO ALMADA

En ese pueblo tranquilo, que se alza a la vera del río, poblado de casas bajas, callecitas de tierra y ripio, circundado por bulevares que parecen marcarle la cintura; donde puede palparse esa pachorra campechana de sus habitantes, proclives a los rituales de la siesta, vivía Calixto Standanza.

Había nacido en unos campos que, por entonces, eran aledaños, por lo tanto, carentes de todo servicio. Hijo único de un matrimonio cuyo padre se encargaba de todos los trabajos duros, desde levantar el rancho y cavar el pozo de agua, hasta de construir, primero su cuna, y luego su cama, con ramas de sauce que él mismo hachó y modeló a cuchillo. Y una madre que llevaba delante todos los quehaceres domésticos, desde sembrar la huerta hasta fabricar las ropas con las que se vestía su familia.

Así había nacido, y se había criado, Calixto Standanza. En esa carencia que él no sabía reconocer había transcurrido su infancia, luego su adolescencia, y se había hecho hombre. Y si bien no oponía objeciones al progreso, no veía la necesidad de atarse a él. Y la prueba más cabal de ello era que su vida cotidiana continuaba sin modificaciones. Se surtía agua del pozo que había cavado su padre, se iluminaba con velas y para el invierno, solía encender un fogón en un rincón del rancho.

Era un hombre alto, pero bien alto, un metro ochenta o noventa, sumamente delgado y lucía su pelo muy largo, canoso, que sujetaba por la frente con una vincha o pañuelo que solía cubrir con el sombrero de ala ancha levantada adelante. Su barba, también blanca, le llegaba al ombligo y era la característica que más llamaba la atención a los niños.

Calixto sólo entraba al pueblo para proveerse de abarrotes, y siempre lo hacía montado en su malacara al que había bautizado MONZÓN, no por el boxeador, sino porque, decía, era rápido como el viento.

Imagínense ustedes la escena de Calixto recorriendo las calles del pueblo ataviado con las prendas gauchescas domingueras: bota de potro, de pie entero, calzón cribado, chiripá con poncho de alpaca, sujeto por la cintura, con faja tejida, y rastra con monedas de plata, camisa blanca, sin cuello, acordonada al frente, chaqueta corta, y pañuelo amplio, blanco o celeste, con nudo galleta donde reposa el barbijo de su sombrero de paño. Nunca faltaba a la cita su facón, con mango de guampa y plata, con hoja de cincuenta centímetros, que cargaba a la espalda, para que se sepa que no es para pelear, pero, por las dudas, con el filo para abajo para que al sacarlo ya salga cortando.

 Era una atracción más, ese día, en el pueblo, sobre todo para los niños, que lo seguían, junto al caballo, por todo su trayecto, y él parecía saberlo porque les hacía triquiñuelas con el caballo, o jueguitos con su barba, como un “calesitero” tratando de que le arrebaten su loca sortija.

Muy parco. No hablaba con nadie. Compraba en silencio, pagaba, guardaba las compras en sus alforjas, y con el mismo silencio, y paso tranquilo con el que había entrado, se retiraba del pueblo. Jamás se lo vio tomando en el boliche, aunque entre sus vituallas no faltaba nunca la caña y la ginebra.

Era casi una institución, por el respeto que inspiraba en la gente del pueblo, que al verlo pasar lo saludaba atenta y, que él, retribuía tocando el ala de su sombrero.

Como nadie sabía nada de su vida, las comadres fueron tejiendo mil historias y mil leyendas. Hoy puedo asegurarles que ninguna de las dos mil eran ciertas, ni se aproximaban, siquiera, a la realidad.

Una mañana en la que Calixto se encontraba asentando el filo de su facón en una lonja de cuero que se hallaba colgada de un clavo en uno de los postes que sostenían el alero de su rancho, vio llegar un enorme auto lujoso y moderno, cuando éste frenó supo que la suerte estaba echada. Sin dejar de hacer lo que estaba haciendo lo siguió con la mirada. Tres hombres descendieron de él, vistiendo traje y corbata, lo rodearon enseguida, apuntándole con pistolas automáticas. Uno de ellos exhibía una placa con la mano izquierda mientras le gritaba que soltara el cuchillo. Se identificaron como Interpol; Calixto, como siempre, en silencio, cerró los ojos y dejó caer el fierro que se clavó justo al lado de su pie derecho, que ese día no tenía siquiera la frágil protección de una alpargata, y entrecruzó los dedos de sus manos por detrás de su cabeza.

Así se lo llevaron, en silencio, y sin que nadie lo viera, después los diarios se encargaron del resto. De los ciento treinta y cinco delitos que se lo acusaba, no negó ninguno. Entre ellos había asaltos, robos a mano armada, hurto, cuatrerismo, retención ilegítima de la libertad, secuestros extorsivos y más de treinta y siete crímenes; todos detrás de las fronteras, y también se pudo probar que era el jefe de una banda de psicópatas conocida como la banda de los cuarenta locos, por su crueldad.

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