Editorial

La bolsa de maní – Gloria Chavez Vasquez

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La bolsa de maní

Gloria Chavez Vasquez

 

—Buenos días niño. ¿Está su mamacita? —preguntó la señora parada en el portal con una niñita de la mano.

— ¡Má! —Gritó el muchacho a todo pulmón—. ¡Llegó visita!—Y se quedó esperando con actitud de guardián, que no de invitación, con los brazos apoyados en el dintel de la puerta, como obstruyendo la entrada.

— ¡Má! —llamó de nuevo impaciente, mirando con sus ojos bien abiertos a la chiquilla con trajecito a almidonado que miraba, casi incrédula, su facha. El muchacho de piel canela oscura andaba descalzo y sus pies llenos de polvo eran cómicamente grandes para su estatura. El pantalón corto, amplio y sucio le hacía ver más flaco de lo que realmente era. La niña bajó la mirada después de su observación detallada y recogió las manos cuando logró soltarse de la prisión de la mano de la abuela.

El muchacho iba a gritar otra vez y más alto, pero la presencia de la madre lo contuvo.

— ¡Ya, ya oí!—llegó protestando desde la cocina, limpiándose las manos en el delantal. Su actitud agresiva cambió a amable cuando vio la señora con la nieta.

La salita de la casucha era una pequeña composición de sillas de mimbre, un escaparate y una mesa de ébano cubierta con una carpeta. Al lado del escaparate, una silla en donde el chico había corrido a refugiarse atento a todo movimiento de las recién llegadas. Miró sin perder de vista a la niña y su expresión invariable era una mariposa molesta en la imaginación de la chiquilla.

Ella recorrió la estancia pulgada a pulgada tratando de evadir la molesta atención del malcriado. ¡Era tan aburridora aquella casa! No había nada qué mirar después de un rato, no como la casa de Alicia, la de la calle del talego, quien mantenía la casa tan limpia y arreglada, que los pisos parecían espejos. O la casa de Don Pedro el de la tienda, no tan limpia, pero en la que se guardaba tanto cacharro recogido por los hijos en la calle, que la casa parecía más bien un museo de antigüedades o un taller de reparaciones, como decía su mamá.

Memo tenía aros de carreras convertidos de los rines de las llantas viejas, que se perseguían con una varita y se les pegaba constantemente en el lomo para mantenerlos corriendo. Entre más golpecitos, más corría la rueda y más tenía que correr el que la rodaba. A ella nunca le habían prestado una de esas ruedas, porque los muchachos no querían niñas entre ellos.

Pero sabía que su equilibrio era bueno y hubiese manejado el rin como cualquiera de ellos. Ella obedecía a sus mayores, pero sentía mucha envidia por la colección de bolitas de los muchachos del vecindario y, entonces, se le hacía casi imposible obedecer a su mamá que le prohibía siquiera mirar el juego de pipo y cuarta que, a veces era tan interesante, que sostenían campeonatos para ver quién se quedaba con todas las bolitas de cristal.

Todavía guardaba, debajo de la almohada, la rojita y azul que le había regalado Diego, el amiguito de su hermano, porque le había dicho un día al oído que ella era la más bonita de todo el barrio y que le gustaba mucho. Había soñado con el niñito una semana entera. Después se le había pasado y su mundo en relación con él se había concentrado en la bolita. Cuando nadie la miraba, jugaba con ella. Era tal vez su mayor secreto y sabía guardarlo celosamente.

Su pensamiento hizo un receso para observar el cuarto de arriba a abajo y a los lados, pasando por el escaparate para preguntarse, qué papel desempeñaba, por ejemplo, aquella bolsa llena de algo, allá arriba. Se parecía a una de esas puchas de frijoles, y aquella gente debería estar loca para guardar puchas de frijoles arriba de los escaparates.

Recordó otro cuarto que había quedado para siempre en su memoria. Se situó en el cuarto de la viejita Ángela de quien su mamá le había dicho: “era una pobre de espíritu’’. Por eso no lloró cuando le dijeron que se había muerto y la habían enterrado en una caja de jabón, porque no tenía a nadie y porque los pobres de espíritu son bienaventurados en alguna otra parte que no fuera este mundo. Su única pregunta había sido siempre: “¿Por qué sería tan pobre la viejita Ángela que no tenía a nadie en el mundo?”

A ella le había parecido un tanto misteriosa aquella anciana, porque le contaba cosas que la demás gente no sabía y luego le pedía que le guardara el secreto. Le mostraba fotos de una hija que ya había muerto. Su mamá le había enseñado a no hacer preguntas sobre la vida de las personas, porque a nadie le gustaba que los chicos se estuviesen reventando por saber las cosas. Un día la viejita le había mostrado una sortija de color azul aguamarina y luego se la quiso regalar, pero ella se había negado a recibirla pensando en el problema cuando se apareciera con una cosa que no era suya, a su casa. Después no hubiese sabido cómo ni dónde esconderla, por si su mamá se imaginaba que se la había robado. Quién sabe. Las mamás siempre pensaban mal.

La niña no sabía que era afortunada, hasta que la maestra se lo dijo, porque las demás niñas a su alrededor eran muy pobres. No sabía entonces que tener libros y un televisor en su casa constituía una pequeña fortuna. Para sus padres era un dolor de cabeza, porque la gente siempre se estaba amontonando en las ventanas y en la puerta para ver los programas, y a veces los muy descarados ni querían que apagaran el televisor cuando era hora de irse a dormir. Era un teatro de los pobres esa novedad.

Le daba pena decir que conocía a los pingüinos y a los indios pieles rojas, en la escuela, porque las demás niñas querían inmediatamente saber dónde los había visto. No quería que nadie se enterara de que en su casa tenían un aparato extraordinario por el que se colaban todas las figuras imaginables. No sabía el motivo de su sentimiento de culpabilidad y le daban ganas de pedir perdón por tener más que los demás. Era difícil ser afortunado en este mundo cuando tanta gente no lo era.

Detuvo su vista y atención en la bolsa encima del escaparate. Fantaseó que a lo mejor no eran frijoles, sino monedas de oro. Observó al muchacho revolverse inquieto en la silla. Ya había captado su preocupación sobre la chuspa de papel, porque había empezado a mirar también hacia el escaparate.

— ¡Váyase a jugar a la calle! —le dijo su mamá, pero él la ignoró como si nada. Como si se hubiera dado cuenta de que iba a sacar mejor partido si se quedaba. Disimuladamente, se subió sobre la silla y muy tranquilo dirigió su mano hacia el cartucho. Sus dedos rebuscaron ávidamente y, cerrando el puño, sacó la mano repleta de granos de maní.

— ¡Maní! —La chiquilla abrió la boca sin poder evitar que la saliva quisiera salirse. Percibió el olor de los cucuruchos de maní a la entrada de los cines y el sabor tostado, ligeramente salado de cada granito. Deseó enormemente poder levantarse e ir hasta donde el muchacho para pedirle que, por favor, le diera un poco. Él, sin embargo, la miró con petulancia. Con la mirada le anunció que no estaba dispuesto a compartir su bocado, y con sonrisa de triunfo se sentó de nuevo a saborear uno a uno los maníes. Exageraba, claro que exageraba, se daba cuenta de que era el dueño y señor de los maníes.

La posición de la niña no había cambiado en todo el rato que llevaban allí, en esa casa, sentada al lado de la abuela con los brazos cruzados, queriéndose descruzar. La única parte de su cuerpo que podía mover con libertad, sin temor a ser regañada, era su cabeza. El pillo se llevaba la mano a la boca después de haberse suplido por segunda vez. Su cara de satisfacción contrastaba con la cara ansiosa de la niña. La madre reprendió de nuevo al hijo y su mala educación por estarse comiendo el maní, pero no hizo la menor intención de ofrecerle a la visita. Adivinó el pensamiento de la abuela: “es que son muy pobres, y el niño debe tener hambre. ¿No ve el rancho en que viven?”.

Era cierto que debían ser muy pobres. El barrio era el más derruido que había visto en su vida, pero eso no le daba derecho al muchacho de aprovecharse. El barrio quedaba en la misma zona de la cárcel de mujeres.

La policía vivía deambulando por las calles de pedregones. Quizás, había la posibilidad de que uno de ellos pasara y reprendiera al chico, ya que la madre no lo hacía. Pero no. No hubo tal suerte.

El muchacho se había sentado de nuevo en posición de alerta. Vigilaba que la madre no lo viera y la mujer parecía tan cansada que pretendía no ver. Ya había bajado la mano con el puñado, y la boca de la niña salivaba más que nunca cuando la mujer reaccionó, por fin, violentamente.

— ¡Mauro! Carajo. ¡Largáte pa’ la calle o tenéte fino!

La abuela no se hubiese demorado tanto para poner al ladronzuelo en cintura. Silenciosa, se hubiese dirigido a él y agarrándole ambas manos, hubiese presionado obligándole a soltar hasta el último maní. Luego, aun sin decir nada, pero con la mirada airada hubiese azotado la palma de sus manos hasta verlas rojas e hinchadas, y hasta que hubiese llorado no de arrepentimiento, sino de dolor. Todo el mundo estaba siendo atormentado de alguna manera cuando la abuela decidió que era hora de irse. La bolsa de maní estaba vacía. El muchacho hastiado, la mamá nerviosa e impaciente. La abuela, sin embargo, conservaba la calma.

Salieron como entraron, de la mano. La niña sintió la presión fuerte de la abuela como de costumbre, en su manecita. Y cuando caminaron entre los pedregones, viendo a los policías pasar como hecho natural en aquel vecindario, el chico salió a la calle tras ellas, con su último puñado de maní aun en la mano. Tomó puntería con todas las fuerzas de su alma pobre, hacia la cabeza de la pequeña visitante, y lanzó un grano de maní que dio en el blanco como si fuera un proyectil extraviado. Cuando la niña dio un grito, ya la abuela suponía lo que había pasado.

La niña lloró de rabia, y no de dolor.

 

De la Colección Cuentos del Quindío.

 

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