Editorial
EL BARRIO – GUILLERMO ALMADA
EL BARRIO
GUILLERMO ALMADA
Tenía cientos de preguntas para hacerle a Diego, pero no me pareció oportuno hacerlas en ese momento y lugar.
Cuando se paró me di cuenta de que no era muy alto, pero sí muy elegante. Vestía saco, chaleco con solapa, y pantalón, pero no era un terno, ni un traje, era un conjunto en composé que combinaba perfectamente, además su camisa estaba impecable, con puño doble, para gemelos, o mancuernillas. Y un pañuelo al cuello.
¿Se va a quedar ahí, mirando? Me preguntó. ¡Venga hombre, que no tengo todo el día! Vamos a ver la casa, gritaba desde la puerta, con una sonrisa que volvía todo tolerable.
Su auto era un clásico, impecable. No tenía una mancha, un rayón, nada. Cuando encendió el motor le pregunté ¿Está lejos de acá? Acá nada está lejos, me dijo, y al mismo tiempo, nada queda a la mano. Pero disfrute del paisaje, que va a ser más grato que hablar conmigo. Agregó con displicencia. Quería que me explicara cómo es que sabía tantas cosas de mí, si acababa de llegar, y no conocía a nadie. Al principio supuse que mi amiga Adelis podría haberle contado sobre mí, pero él tampoco sabía que yo la conocía, fui yo quien se lo dijo.
Intentaba enfocarme en el paisaje para no pensar, pero me resultaba difícil. Estaba viajando en un auto, con un desconocido, que sabía un montón de cosas sobre mí, y yo no sabía más que su nombre. Y ya comenzaba a dudar de que fuera el verdadero. Así que decidí tomar coraje y largarle la pregunta, cruda, dura, sin anestesia. Imponiéndome a esa sonrisa de “no pasa nada” que siempre antecedía a sus respuestas evasivas.
Pero me ganó de mano ¿Le gusta? Me dijo con aire despreocupado, interrumpiendo mis cavilaciones ¿Si me gusta qué? Respondí confundido. El paisaje, me aseguró. No pude decirle una sola palabra y comencé a titubear. No puede responderme -me dijo él -Porque ha venido todo el viaje abstraído, quien sabe en qué cosas, y se ha perdido unas bellezas invaluables ¿Quién sabe por dónde habrá hecho viajar esos pensamientos? Me dijo, otra vez con su amplia sonrisa de “quédese tranquilo que yo estoy a su lado”
La verdad es que él me resultaba sumamente agradable, pero detestaba su actitud misteriosa y esa odiosa costumbre de no responder preguntas, y evadirlas como si nada pasara. No suelo ser descortés ni atrevido, o agresivo en mi manera de tratar, pero deseaba hacerle saber que estaba molesto, que debíamos modificar la forma en que nos estábamos vinculando, porque sentía que me hallaba en una frustrante desventaja, así que tomé aire y le dije, Diego, siento que, si bien somos mayores de edad, y no jovencitos de los que se molestan por todo, nuestra relación no va a transitar buenos senderos si no somos capaces de amalgamarla en la confianza, así que le voy a pedir que responda mis preguntas, o que me deje bajar del carro. En ese momento aparcó y me dijo, bájese, mirándome fijo a los ojos ¿Ni siquiera me va a dar la chance de platicarlo? Le pregunté. Hemos llegado, me dijo, bájese.
¿Y esto qué es? Inquirí asombrado. El Barrio de Santiago, me respondió, y acá está su casa ¿Quiere dar una vuelta? Hicimos un recorrido, despacio. Me mostró la iglesia, el mercado, el café, y mientras me lo mostraba sonreía con orgullo. Esto es solo una partecita de Mérida, me dijo. Pero a usted, que le gustan las historias y las leyendas, le va a dar placer, y se va a sentir cómodo, acá va a poder crear, no una, sino mil historias y cuentos, y novelas. Ahora vamos a la casa, agregó complaciente. Para que se instale y descanse. La próxima vez que nos veamos le voy a contar parte de la historia de cómo nace este barrio. Si quiere cuénteme ahora, le dije ¡No! Me respondió. Le señalé mi reloj, y le dije “tengo tiempo”. Se rio y me dijo ¡usted tiene reloj, el tiempo lo tengo yo!