Editorial

¿Para quién escribimos? – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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¿Para quién escribimos?

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Una reflexión obligada de quien escribe es saber los motivos que yacen detrás de sí. Escribimos para comunicar, posiblemente, aunque no sea tan claro que hay un receptor ideal. Es un tanto ambiguo sostener que escribimos para el mundo, por compromiso social, o por hedonismo puro y llano. En todo caso, es una combinación de las tres opciones. No obstante, en mi caso me parece que hay siempre un rostro detrás de la multitud, alguien con quien se intercambian esas ideas. Cuando leía de joven, me parecía que el autor me contaba a mí la historia, y que era una especie de intimidad arropada en las palabras. Hoy en día, sigo pensando que la literatura es necesariamente una forma epistolar de moverse hacia adelante, donde se dejan mensajes abiertos para quienes vienen, y que retoman lo que se ha hecho de forma previa. Ya como remedo de escritor, la misma noción prevalece, ya que una historia o un poema, normalmente vienen con el pensamiento de quién sería bueno que lo leyera, entre los cercanos. No necesariamente va dedicado, o encriptado para hacer un guiño secreto, aunque tampoco se deja de hacerlo con pequeñas migas. Los nombres a veces son cuidadosamente elegidos, las anécdotas que se narran puestas a modo, o los rasgos de personalidad o comportamiento extraídos de forma impúdica de sus dueños originales. Escribimos sobre las personas que conocemos, consciente o inconscientemente.

El ejercicio de reflexionar no puede ser perezoso. La mayoría de las veces las personas a las que queremos enviarles esas misivas no las van a leer, o no necesariamente codificarlas de la forma deseada (porque la fantasía es caprichosa, y las más de las veces poco realista); o incluso derivar alguna otra interpretación que ni se tenía planeada, con accidentes felices o malentendidos abrumadores. Quien escribe debe aprender a lidiar con eso, y mejorar su técnica para lograr un mejor resultado en la comunicación. Sólo la mediocridad se escudaría en la “ignorancia del lector”, tan ridículamente posmo. Es un poco inevitable la metáfora del mensaje en la botella tirada al mar, que no depende de la voluntad de su creador, sino del azar para encontrar a su destinatario, si es que lo hace; y haciendo una pequeña hendidura adicional, recordar una película de Jackie Chan, donde el mensaje llega a todas las mujeres de un pueblo, creando un momento de alegría que el autor no era capaz de comprender cuando escribía elogios en trocitos de papel entre la inesperada multitud. Hay un momento donde el mensaje es independiente incluso del autor. Allí se pierde el control, pero se gana la grandeza. Ninguno de los libros que marcaron mi vida fueron escritos para mí, y sin embargo, el mensaje llegó a donde debía. La literatura es un acto de amor por la humanidad, una oferta de esperanza, incluso por más cruel o abstracta que parezca.

Más novato, mis primeros intentos de escritura fueron siempre orientados a las personas que conocía. Escribía una especie de cartas-diario, con las que acosaba a mis novias de adolescencia, mis primeras lectoras, compartiendo ideas rotas y mal explicadas. Y me queda el recuerdo de que las compartían con sus amigas (entonces las cuestiones de privacidad nos valían tan poco en esa era pre-digital, y a mí no me molestaba), comenzando esa tradición voyerista de permitir que “otros” leyeran lo que hacía. Más tarde me incorporé al taller de creación literaria de la universidad (donde aprendí tanto de los demás), y más tarde a un taller con la escritora Claudia Celis. Compartir, entender lo que era para los demás, y leer entre líneas las opiniones, coincidencias y disgustos, fue un proceso lento y necesario. Una de aquellas lecturas inesperadas vino de la amiga de una chica a la que toda la vida le he tenido gran afecto (y cuya vida ha estado atada a la mía en paralelo, al ser mi primera relación significativa en ese ensayar a ser adultos). En ese caso, mi novia me pidió que escribiera algunas palabras para hacer sentir mejor a su amiga, a quien yo no conocía en absoluto, y que pasaba por malos momentos en su casa. Escribí esa misiva, lo más probable es que cursilona y chafa, atiborrada de lugares comunes o coaching sentimentalero, y se la entregué a mi novia. Jamás conocí a su amiga, más que a través de una carta de respuesta, donde agradecía lo que le había escrito con efusividad. Nunca sabemos quién va a ser el receptáculo de nuestras palabras, y el efecto que estás tendrán en su ánimo. Esta aventura modificó significativamente la forma de entender mis escritos, que pasaron de egoísmo radical a la búsqueda de la claridad, cosa que tardaría casi dos décadas, y que aún no logro.

En mi caso, escribir es un acto de rebeldía contra la soledad, contra el vacío. Extender la mano en sombras para hallar una respuesta al otro extremo, aunque se desconozca lo que significa o lo que se va a lograr. En ocasiones, hasta he escrito para personas que veo pasar por la calle, inventando sus historias y necesidades, pero consciente de que eso no las hace menos reales; no distingo entre los ejercicios creativos y la honesta búsqueda de los otros. Escribir, como Chantal Maillard lo sentenció en un poema homónimo que es simplemente honesto y desgarrador “para que el agua envenenada/ pueda beberse”.

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