Editorial

FÁTHIMA – GUILLERMO ALMADA

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FÁTHIMA

GUILLERMO ALMADA

 

Esperaba a Diego para desayunar. Entendí que sería quien me orientaría con respecto a la ciudad y sus lugares, es más, se había comprometido a llevarme, en persona, al Café del Ángel. Yo había cometido el error de no pedirle su número telefónico, ni darle el mío. De buen grado me hubiera ido al Mercado, pero si venía a casa en ese momento, no me encontraría ni sabría adonde buscarme, así que decidí esperarlo.

Es de esos instantes en los que uno comienza a arrepentirse de lo que no hizo, como de no haber cargado en el equipaje el equipo de mate. Después de todo, no era tan complicado, un termo, un mate y su bombilla. Aunque me estaría lamentado por no saber dónde conseguir yerba. Adelis me había dicho que se conseguía, pero no adonde.

Estaba pensando en dejarle una nota pegada en la entrada cuando llamaron a la puerta. Para no demorar ni verme en la obligación de hacerlo pasar, tomé mis cosas, mis lentes de sol, y salí, llave en mano, dispuesto a desayunar afuera. Imaginen ustedes mi sorpresa al abrir y encontrarme con una mujer parada en el porche, con su abundante y largo pelo negro, como una noche sin luna, anteojos oscuros, muy elegante, que me dice, “hola, me manda Diego”.

No podía articular palabra. Estaba atónito, solo abrí la puerta y la hice pasar al recibidor. Se quitó los lentes de sol y su rostro me pareció en extremo familiar, y casi cometo la barbaridad de preguntarle si no nos conocíamos de antes. Me miró con esos enormes ojos color café, y sonrió, “soy Fáthima” me dijo, “y Diego quiere que tú me expliques para qué soy buena”. Pretendí ser elocuente, y terminé balbuceando. En realidad, le expliqué que solo había visto a Diego una vez, el día de mi llegada, y que él se había ofrecido para hacerme de chaperón en Mérida, y que justamente lo estaba esperando para comenzar desayunando juntos. “Me viene bien” me dijo “porque yo aún no he desayunado ¿vamos?”.

Cuando salimos estaba por llamar un taxi, y ella me señaló un deportivo que estaba aparcado y me dijo “ese es mi auto”. Quería comenzar una conversación, pero no encontraba la manera más apropiada, todas las preguntas que se me ocurrían eran tontas o cursis ¿A dónde me dijiste que vamos? Le pregunté. “No te dije” me respondió, “pero vamos a La Flor de Santiago, es de todo, panadería, restaurante, bar. Te va a gustar” “¿Así que Diego no te habló de mí?” me preguntó, esta vez sí, queriendo, ella, iniciar la plática, que, por cierto, fue amena. Me contó que canta, y por eso tiene libre las mañanas y las tardes, porque su horario de trabajo es nocturno. Desayunamos a su gusto, que para mí fue abundante. Y todo marchaba de maravillas, hasta que, en un momento, me dijo “no cometas ningún error conmigo, y me tendrás comiendo de tu mano” ¿Y qué sería cometer un error contigo? Le pregunté. Te aseguro que te darás cuenta, me dijo. Y me perderás para siempre. Quise que estableciéramos pautas, y me respondió que las pautas ya estaban establecidas, que solo debía respetarlas.

¿Es verdad que estás tras los pasos de la vidente? Me preguntó. Y no entendí cómo pudo ella saber eso. Pero ni siquiera alcancé a responder, porque agregó, tras cartón, “no sé adónde encontrarla, ni adónde es que vive, pero la veo seguido, veré qué puedo averiguar, y te comento”. Terminamos de desayunar y me dijo que me llevaría a un lugar en donde podría comenzar a tomar apuntes para mis cuentos. También sabía que escribía. Se desempeñaba con una gran confianza en sí misma. Subimos al auto, cuando se me ocurrió decirle que me atemoriza estar con una persona que sepa tanto de mí, y yo nada de ella, y me dijo a modo oracular, “algún día vas a dejarme que yo lea algo tuyo, muy tuyo. No sé por qué, pero así será”, y salimos en dirección, para mí, desconocida. Y resultó ser la iglesia de Santiago apóstol.    

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