Editorial

El ritual de la acumulación – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El ritual de la acumulación

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Recientemente me puse a ordenar, catalogar y separar una montaña de basura. El motivo: la ingenua idea de separar la basura en componentes reciclables para hacer del mundo un lugar mejor. Hay dos fallas estructurales al respecto, así como se dice en el pobre mundo de la política tecnócrata. En primer lugar, es difícil plantearse un mejor mundo al contabilizar la magnitud de la llamada huella ecológica, que consiste en el impacto negativo al entorno que hace una persona o familia al año; un promedio ponderado de la basura generada, gasto energético y emisiones de gas invernadero. La segunda gran falla es la habilidad para realizar el trabajo. Dentro de la sociedad, el trabajo de basurero o pepenador son los considerados como los más deleznables, quizá por ese contacto con los desechos, lo que traduce inmediatamente a los involucrados en una metáfora de esa podredumbre, de esa escoria que se desprende, que se trata de alejar. Sin embargo, es un trabajo harto difícil, necesario. Los materiales se acumularon en un periodo largo, no determinable, pero amplio.

Acumular proviene de un sentido de necesidad de orden, de control, sobre expectativas del futuro. Guardamos objetos que pensamos podrán tener valor más adelante, un uso, un motivo para mantenerlos a nuestro resguardo. En este caso, la idea de una moralidad superior que puede afectar el destino de la humanidad es una poderosa noción sobre guardar objetos completamente inservibles. Pasa lo mismo con los pensamientos, las personas que hay en nuestras vidas, e incluso los sentimientos. La comparación puede ser abrupta, e incluso grosera, pero tiene sus motivos. Dada la pobre educación sentimental que tenemos, la codependencia es un problema genuino en nuestros entornos, y conforme vamos progresando en el juego de la vida nos resistimos a dejar ir las cosas; son tantas, y cada vez se torna más difícil. Dejar ir es negar el pasado, creemos. De esa manera, los recuerdos pueden tomar espacios en las habitaciones, como humores dentro del cuerpo e incluso obsesiones, rituales o conclusiones falaces de una lógica incipiente.

A veces seguimos una tradición de pensamiento, apoyamos a un equipo de futbol, u odiamos la perpetuidad de otras personas y lo que representan por una herencia circunstancial. Aprendemos de los padres, de la familia, de los amigos, de los amantes, y de la gente en las redes, y nos vamos quedando con esos trocitos que se desprenden de su modo de ver el mundo para tener a salvo en nosotros mismos. Acumulamos para sentirnos seguros en la realidad, porque de otra forma no somos nada, no tenemos el menor valor. Nos hacen pensar que, en nuestra trayectoria por el mundo, ser genuino es sinónimo de egoísmo, y que romper con los cánones es una alta traición. Así formamos parte de un grupo del colegio, de la patria, gozamos de los favores de dios, de los regalos del diputado en turno, los regalos de los amores, e incluso los encontronazos de una afición respecto a otra. Me contaba mi madre que cuando era niña pensaba que estaba vacía por dentro, y que llegaría el momento que no podría comer más al llenarse. Quizá en esa ingenuidad infantil hay una verdad más profunda para entender el mundo. Venimos a la realidad sin mucha noción de lo que acontece, pero terminamos saturados de todo lo que tocamos: noticias, chismes, deseos, esperanzas. Conforme nos hacemos viejos somos menos hábiles para aceptar los cambios, y quizá sea porque nos hemos rebosado de los pensamientos que nos agradan.

Después de lograr ordenar la montaña de reciclables, tarea de tres días, me queda el sentimiento de que es una tarea aún incompleta, que debo seguir buscando más restos que yacen desperdigados en la habitación, que se requiere del orden; y vaya que es una sensación impresionante y relajante, signo de esa prematura vejez o del abandono de la larga adolescencia. Tal vez la basura que resta por catalogar es la que yace dentro de mi mente, a mi alrededor, como un reflejo del caos en que vivo, y del que me regodeo sin saberlo de plena conciencia al retener a mis conocidos, los sueños de esa juventud abollada, e inclusive algún que otro rencor añejado entre las costillas. Aprender a ser feliz requiere de esa calma total para encontrar lo necesario y para desprenderse de las cosas que no tienen un valor de uso real, en el momento, en lugar de atesorar la pedrería de una vida que nunca se presentó o de los momentos que nos hicieron felices hace tantas lunas. Quizá la mejor noción es la que invoca Joaquín Sabina al sentenciar que al lugar al que fueras feliz no debieras tratar de volver, en especial si se ha llenado de tantas cosas innecesarias.

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