Editorial

De las quinielas a las encuestas

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Por: Francisco Ortiz Pinchetti

Cualquiera podría suponer que las encuestas electorales están suficientemente desprestigiadas para que ya nadie las tome en serio. Sin embargo, no es así. Las mediciones o sondeos de opinión por esta vía acerca de las preferencias del electorado siguen siendo en mucho el centro de atención de las campañas proselitistas, más inclusive que los pronunciamientos, ataques o propuestas de los protagonistas. Es más: una característica de la democracia es que en ella se realicen y difundan encuestas públicas.

No siempre fue así. Las encuestas electorales son efectivamente fruto del desarrollo democrático del país y a la vez sustento del mismo. Hace apenas 21 años, antes de que ocurriera la primera alternancia de la transición mexicana a la democracia, las encuestas de hecho no existían. Al menos para medir las contiendas presidenciales. Ya se usaban, aunque generalmente sin un respaldo metodológico formal y con fines más de propaganda que de medición objetiva, en elecciones estatales de gobernadores, como me tocó constatarlo en Chihuahua, Jalisco y Guanajuato; pero la primera contienda presidencial en la que no sólo se usaron sino tuvieron importancia relevante, fueron las del año 2000, cuando el entonces panista Vicente Fox Quesada ganó la Presidencia de la República.

Antes de eso, las encuestas eran absolutamente innecesarias, porque simple y sencillamente no había contienda propiamente dicha y la elección del nuevo Presidente ocurría “en la soledad del despacho” presidencial –como diría José López Portillo–, no en las urnas. Es decir, era el mandatario en turno quien “elegía” por sí y ante sí a su sucesor. Eso, durante los 70 años de dominación del PRI.

En ese entonces, en lugar de encuestas había quinielas.

Efectivamente, una suerte de deporte nacional eran las quinielas presidenciales, conjeturas mediante las cuales los jugadores “apostaban” (a veces sí en términos monetarios) a favor de alguno de los posibles elegibles o presidenciables, generalmente entre los secretarios de Estado del Presidente en turno. O sea, entre los “tapados” sexenales.

Así, desde que tengo memoria, Miguel Alemán Valdés (1946-1952) eligió a Adolfo Ruiz Cortínes (1952-1958). Ruiz Cortínes eligió a Adolfo López Mateos (1958-1964); López Mateos eligió a Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970); Díaz Ordaz eligió a Luis Echeverría Álvarez (1970-1976); Echeverría Álvarez eligió a José López Portillo (1976-1982); López Portillo eligió a Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988); De la Madrid Hurtado eligió a Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y Salinas de Gortari eligió primero al malogrado Luis Donaldo Colosio Murrieta y luego a Ernesto Zedillo Ponce de León (1994-2000), el Presidente número 61 de la historia independiente de México desde Guadalupe Victoria.

Durante todo ese tiempo, (y por supuesto muchos años más endenantes de ellos), no hubo duda alguna sobre el resultado electoral, cuando las elecciones eran mero espectáculo que servía, eso sí, para legitimar al ungido en turno. Como si de veras.

Los sondeos de opinión sobre contiendas electorales, que en países como Estados Unidos tienen una larga tradición, en México apenas adquirieron relevancia en el año 2000, sobre todo en la parte final de la campaña y particularmente en la medición que hicieron empresas y medios del fallido encuentro entre Fox Quesada, el entonces perredista Cuauhtémoc Cárdenas y el priista Francisco Labastida Ochoa, el famoso martes del “hoy, hoy, hoy” foxista. Y ahí se midió que el episodio fue determinante para la victoria del ranchero guanajuatense.

Hay que tener claro que las encuestas sobre intención del voto se aplican obviamente antes de la jordana electoral y que no tienen nada que ver con las encuestas de salida (exit pool) que se hacen entre votantes al salir de emitir su sufragio en la casilla, y menos con el conteo rápido o el Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP), que implementa de manera oficial la autoridad electoral.

Como efectivamente lo previenen los encuestadores, esas mediciones previas de la opinión de los electores son como “fotos instantáneas” que reflejan sólo el momento en que fueron levantadas. Una variante mucho más valiosa y más interesante es la de las encuestas que miden tendencia a través de un tiempo determinado, porque esas sí permiten una relativa prevención sobre el desenlace final.

A menudo el desconocimiento sobre el tipo de medición y sobre todo la metodología empleada ha contribuido a ese desprestigio al que me refería en un principio, ya que impide una valoración cabal del trabajo realizado por los especialistas. Y es precisamente la metodología, que debe hacerse pública y obedecer a un estricto rigor estadístico, la que puede determinar la seriedad, la confiabilidad y hasta la certeza de una encuesta. El corazón de todo eso es, previo, el diseño de la muestra y, posterior, la interpretación adecuada de los resultados.

Hay muchos imponderables, por supuesto. No puede esperarse similar exactitud de un sondeo presencial, cara a cara, en vivienda, que una encuesta telefónica, como las que esta vez han abundado con razón a las restricciones impuestas por la pandemia. Las hay también mixtas, con boleta simulada, o a través de redes sociales, que suelen ser por razones obvias muy limitadas.

Un error frecuente de percepción ante las encuestas es acerca del tamaño de la muestra. Por ignorancia se supone, equivocadamente, que entre mayor sea el numero de las personas entrevistadas, mayor será la confiabilidad del resultado. Falso. Una muestra de mil 200 entrevistados, según los expertos, es absolutamente suficiente para una medición confiable a nivel nacional… siempre y cuando esa muestra haya sido diseñada adecuadamente.

Por otro lado hay quienes no sin razón dudan de la objetividad de las encuestas, en función de su financiamiento. Consideran que invariablemente favorecen a quienes las pagan. Cierto. Esto no es exacto, sin embargo, tratándose de mediciones que no tienen un patrocinio concreto, como ocurre con las efectuadas por varios medios de comunicación o por empresas encuestadoras que realizan esos sondeos para fines de prestigio profesional y ulterior beneficio comercial y no propiamente para obtener una ganancia inmediata.

Todas las encuestas, como hemos visto en pasados procesos electorales desde que se utilizan, corren el riesgo de fallar y podríamos decir que en su mayoría efectivamente fallan; pero no todas. El grado de participación ciudadana es una variable crucial. Ojo.

En los procesos de 2006, y 2012 no les fue nada bien a los encuestadores en general, con alguna excepción. En 2018 la ventaja que adquirió el candidato de Morena hizo inútiles vaticinios, pronósticos y mediciones. Hoy están de nuevo a prueba.

Frente a los comicios intermedios de 2021, las encuestadoras han recuperado su importancia. En términos generales, sus sondeos han modificado la percepción que se tenía hace cuatro o cinco meses sobre el posible resultado, tanto en la elección de diputados federales como de gubernaturas estatales. Aún las encuestas que han reflejado ese cambio, salvo alguna excepción, fallarán finalmente. Y me parece –perdón– que habrá sorpresas mayores. Válgame.

DE LA LIBRE-TA

JUEVES DE CORPUS. Se cumplen 50 años de la más artera y cruel matanza perpetrada por el viejo régimen priista en toda su historia. Mucho más grave que Tlatelolco en 1968, por supuesto. Fue el 10 de junio de 1971, un Jueves de Corpus. El responsable de esa infamia está, impune, en su casa de San Jerónimo. Se llama Luis Echeverría Álvarez. Ya está vacunado.

@fopinchetti

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