Editorial

El algoritmo de la obsolescencia I – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El algoritmo de la obsolescencia I

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Dentro del mundo, cada objeto, ser e idea, cumplen su tiempo. Es inevitable. Puede ser a partir de la entropía propia del universo, de las modas, de los cambios políticos, o la casualidad, pero casi nada es permanente. El final implica una ruptura con las condiciones previas que daban sentido a un proceso, que le permitían existir en la manera que lo hacía. En otras palabras, cada hecho, sujeto y objeto están condenados a volverse obsoletos. Según la RAE, lo obsoleto es aquello que se vuelve anticuado o inadecuado a las circunstancias, modas o necesidades. Y es un concepto necesariamente humano. Un sistema puede ser obsoleto, pero eso lo fuerza al cambio por la destrucción del sistema en favor de uno nuevo. Sin embargo, el fenómeno en el ámbito humano es más interesante, y cruel. La obsolescencia es quedarse fuera del mundo como acontece en cierto periodo de tiempo, y por tanto, ser marginado, llamado al ostracismo, perderse en la colección de una memoria poco valorada. El capitalismo moderno, o posmoderno, mejor dicho, trajo otro concepto relacionado, que se denomina “obsolescencia programada”, e implica que una mercancía se diseña para tener una vida útil específica, tras lo que falla, se rompe o pierde el interés de la sociedad. Esta tendía industrial surgió como una necesidad para la estimulación de la producción económica de la posguerra, y se basaba en la premisa de que eventualmente cada hogar tendría un radio, una televisión o un refrigerador (que duraban de por vida, el llamado “solid state”, justo lo contario de la “obsolescencia programada”). Si la demanda colapsa, lo hace la oferta, el trabajador, y la economía y la sociedad en su conjunto. Era un mal necesario.

Fue en el mundo de la electrónica, especialmente en la computación, donde se comenzó a acelerar el fenómeno. Si bien antes una radio era creada para durar o repararse entre generaciones, se comenzaron a hacer modelos más simples, más delicados, con patentes o derechos, que hacían su reparación más costosa. En otros casos, el progreso de la tecnología hacía un modelo previo menos “útil” en pocos años. Y finalmente, algunas empresas codiciosas sembraron la idea de dar una vida necesaria para mantener las ventas de su industria activas permanentemente (la de manzanita, p.e.). El mundo de la computación después vino a romper los equilibrios y hacer que equipos completos se volvieran obsoletos en tiempos ridículamente cortos, de menos de cinco años, y en algunos casos hasta meses. La sociedad puede vivir con esto, pero no la necesidad humana de comprar, de presumir o de buscar sobresalir a sus semejantes. El capitalismo encontró un aliado perfecto en la vanidad de las personas y su necesidad “estomacal” de satisfacer sus emociones (como lo veía Engels). La obsolescencia dejo de ser casualidad, ahora era una herramienta y una adicción del modo de consumo.

En la tercera revolución de la obsolescencia, las cosas se nos han puesto serias. Si la tecnología está en ese rally permanente, ¿qué más podía volverse obsoleto? Basta mirarse horrorizados al espejo para saberlo. En una época donde el acceso a medios de aprendizaje, de comunicación, de tecnologías, y de mercados interconectados, era inevitable que las personas terminaran de volverse una mercancía, o mejor dicho: sus capacidades, su relación con el entorno y los demás. Cuando se comenzó a identificar el fenómeno, se habló de una “brecha tecnológica”, que era el espacio entre una generación y otra para adaptarse a los cambios que presentó el Siglo XIX y XX, donde a grandes zancadas comenzamos a volar, a mover máquinas con vapor, a imprimir de manera masiva libros, a transmitir mensajes y a capturar el mayor poder visto por la humanidad: la electricidad. De esta manera, el grueso de las personas comenzó a enfrentar el problema de no “entender” el mundo moderno. Pero se aceleró, aún más cuando la vida moderna se vio transformada por las computadoras y el mercado. De los acetatos y radios, pasamos a sistemas de “streaming” digital, donde la noción de no poseer un objeto no desentona con el derecho de su uso. El cambio no sólo implica reaprender las reglas con las que funciona la realidad, sino dejar detrás lo que significa (recuerdos, personas, momentos y formas de vivir la vida). La brecha tecnológica dio paso a reconocer que el mundo avanzaba hacia adelante, sin importar, y a pesar de las personas. El efecto más devastador cae en los mayores, que ven su mundo borrado de forma implacable, cada vez más aislados, menos entendidos, menos “aptos” para entender la modernidad y sus reglas. La tecnología nos ha vuelto adictos a las innovaciones, a lo nuevo, y menos sensible a quienes no pueden o se resisten a entender que su mundo ya dejó de ser para nosotros, y todos sus miedos y aspiraciones junto con ello.

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