Editorial

El cepillo mágico – Padecimientos literarios y otras afecciones

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El cepillo mágico

Mariel Turrent

Padecimientos literarios y otras afecciones

 

Celosa, culpo a la globalización que patenta y comercializa, hasta la varita mágica del hada madrina de que mi madre, mi novio y mi mejor amiga tengan un cepillo como el mío. Nunca había visto a alguien con un cepillo como el mío; pequeño y angosto, con mango de madera y cerdas naturales que difícilmente se encuentra en los almacenes comunes. Ignoro de dónde habrán sacado cada uno el suyo, pero puedo contarles la historia del mío.

Un día, cuando mi tía Susana aún era una niña, se rehusó a formarse entre sus seis hermanos a esperar turno para que la peinaran. No soportaba más los jalones de pelo, ni le gustaba esa cola de caballo restirada con limón que le rasgaba los ojos, así que decidió aprender a peinarse sola. Se pasaba un cepillo por encimita, se apretaba bien la liga que fijaba encajando un pasador y remataba atándose un moño azul marino que combinaba con su uniforme escolar. Con el nuevo peinado, los ojos se le veían más grandes, pero debió ser la precursora de la rasta, pues poco a poco fue creciendo ese mazacote de nudos que esponjaban su cabello como si fuera algodón. Cuando mi abuela lo descubrió, ya era demasiado tarde; desenredar aquello no era empresa fácil. Así que la única solución sería raparla. Ya estaban en eso cuando la Quecha, su tía, sacó un cepillo que aseguró era mágico y no daba jalones; con él fue desenredando uno a uno los mechones embrollados de la rebelde usando un poco de aceite. A partir de entonces, Susana solo usó el cepillo mágico de la tía Quecha, cuyas cerdas habían sido traídas de no-sé-dónde.

Cuando yo era niña, mi tía Susana me peinaba siempre con su cepillo mágico para que no sintiera los jalones y me contaba la historia. Me encantaba su cepillo, y una Navidad, le pedí a Santa Claus un cepillo mágico de cerdas naturales como el de mi tía Susana. Pero lo que recibí fue un cepillo muy bonito, que en nada se parecía al de mi tía —debí imaginarlo, claro, Santa Claus nunca se ha pasado siquiera un peine, ¡qué iba a saber de cepillos—. Así, desde mi infancia, siempre buscaba en los almacenes un cepillo mágico, hasta que un día, ya adolescente, durante un viaje por Europa, entré a Harrods, una tienda elegante y enorme, donde hallé un departamento entero de cepillos. Ahí encontré finalmente el cepillo mágico. Había de todos los tamaños, pero sólo me alcanzó para comprar uno pequeñito y angosto, con el mango de madera y cerdas naturales traídas de no-sé-dónde.

Nunca había visto a nadie con un cepillo como el mío, pero eso de tener objetos originales traídos de lugares remotos desde que empezó la globalización ya es historia.

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