Editorial

La polisemia del Colectivo Entrópico – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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La polisemia del Colectivo Entrópico

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

El Colectivo Entrópico tiene un fundamento clave en su desarrollo histórico: si no hay espacios para publicar, los generamos. La idea parte de la experiencia de un grupo de escritores de Ciudad Nezahualcóyotl, en el estado de México, que no sólo viven un una de las zonas con mayor marginación social y económica, sino que es un espacio adosado a la gran capital del país, pero en la que no se dan las mismas oportunidades. Así, mientras en algunas delegaciones de la CDMX se agrupan colectivos, sindicatos u otros amplios sectores culturales, los de Neza tenían que moverse en la migración cultural para poder ser parte del algún movimiento, evento o sitio. Algunos de estos escritores como Alberto Vargas Iturbe, Sergio García Díaz, Javier Serrato, y el mítico Luciano Cano Estrada, vieron la necesidad de aliarse para impulsar sus propios medios culturales. A raíz de esto surgió la llamada revista Desmadre, que era una edición casera de fotocopias de textos escritos a máquina mecánica. La aventura duró un par de ediciones, y cada nuevo ejemplar se agotó de manera rápida, sencilla y silenciosa.

El principal motor de la revista era poder publicar el trabajo que estaban desarrollando, y que no era del agrado de muchos de los grupos que estaban impulsando otras propuestas, o que eran parte de los mecanismos de financiamiento público de las instituciones culturales del país. La principal traba era la “calidad” de sus obras, mediante lo que se fincaba la calidad de las personas que las escribían, por el uso de palabras groseras, lugares populares como centro de sus historias (en mercados, abarroterías, etc.), y la explicites de las escenas sexuales, casi pornográficas a las que recurrían estos personajes; que terminaría siendo una versión del realismo sucio, o del ero-porno, como lo llamarían posteriormente. El caso es que los espacios no eran disponibles para esta calaña de jóvenes (en los 70 y 80), que representaban el arrabal, lo simplón, lo menos “cultural” de un canon que estaba dictado desde las secretarias de cultura y los amiguetes del figurín en turno. Ese es un resabio de la terrible época presidencialista de México, que continúa permeando en las estructuras tradicionales; amén por las tecnologías digitales, que han permitido romper con ese filtro amiguero, dejando fluir a una mayor cantidad de creadores a la audiencia.

El punto es que de chafas, majaderos y jodidos, nos los bajaban. Entonces, el papel era muy valioso para desperdiciarlo en aquellos proto-autores. Lo que hicieron los artistas de Neza fue generar sus propios foros, sus propias alas de exposición, y finalmente recurrir a la auto-publicación. En este contexto es dónde surge el Colectivo Entrópico. La idea de un colectivo era que fuera autogestivo, que implicaba la participación de muchos, y que no se detenga por los trámites jerárquicos de otros medios de trabajo. La parte de Entrópico, pese a la graciosa anécdota de las palmeras en su primer logo por un diseñador muy imaginativo (por lo de trópico, tropical), proviene de la termodinámica, retomando la idea de la entropía como un proceso físico que rige el universo, y por tanto, cada experiencia del ámbito humano. Así, el Colectivo Entrópico es una organización que se acomoda a sus propias necesidades, que surge del caos, pero que tiende a un orden aparente, donde Alberto Vargas ha sido el hilo conductor de las XXIII antologías generadas en poco más de una década, volviéndolo uno de los proyectos culturales de mayor duración en el medio, y siendo de los pocos que no cuenta con apoyos institucionales. Lo que el Colectivo creo fue una vitrina que ha reunido a más de 250 autores para que puedan compartir con los demás su quehacer.

Naturalmente, esta faceta tan abierta a contenido y formas tiene el costo de algunos textos con calidad mínima, la inclusión de novatos, y el aparente desorden en los temas que se manejan. No obstante, los beneficios han sido mayores. Ha funcionado como una escuela de escritores, y ha puesto a prueba a los experimentados y novatos por igual, colocándolos en el mismo espacio en igualdad de condiciones. Es el lector, finalmente, quien decide qué le agrada y qué no, y a cuáles de los artistas les da un mayor seguimiento. Esta “cantera”, como se dice en el futbol, ha permitido que quienes buscan publicarse tengan la experiencia de tener en papel sus palabras, con todo lo que ello conlleva. Algunos perduran, otros no. Incluso quienes se suponían ya con cierta trayectoria, pasan por el tamiz de la audiencia. Nadie queda exento del juicio ridículo del ego de autor, sino que se ven forzados a pulirse o largarse.

El colectivo se ha visto impulsado por escritores con cierto renombre, y de la mano de Alberto, cada uno de los editores que han pasado por sus periodos ha impreso un carácter particular a cada momento. Desde Jorge Borja, Eduardo Cerecedo, la talentosa Daniela Flores, el amable Salvador Bretón, y su servidor, el mayor legado de estos autores rebeldes ha sido el de construir los caminos propios para mantener la libertad, y exponer por derecho propio lo que se crea. Para todo lo demás, como lo sentencia el nombre de la colección: si hay valor o no en este trabajo, no serán los académicos quienes dicten sus reglas, sino “Que el tiempo lo decida”.

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