Editorial
LA VISITA DE MANUEL – GUILLERMO ALMADA
LA VISITA DE MANUEL
GUILLERMO ALMADA
Desconozco el motivo, pero, desde que llegué a Mérida, me desperté temprano, bien temprano, desacostumbradamente temprano. Así que me levantaba, me ponía una bata, y preparaba el mate. No sé si alguna vez conté que la ropa me resulta molesta, poco placentera, así que no suelo usarla sino hasta que las circunstancias sociales me lo exigen, y la bata, suelta, sin nada debajo, sirve siempre, como para resolver un imprevisto. Así estaba yo, a punto de sentarme a disfrutar mi mate de la mañana, cuando escuché que alguien llamó a la puerta. Sonó como una aldaba, pero, no había aldaba. Tampoco había una mirilla para poder anticiparme a la visita. Así que no me quedó otra que cerrarme la bata y abrir. No querrán creer la sorpresa agradable que me llevé al ver, parada en el porche, la esbelta figura de mi amigo Manuel Sariv. Impecable, con su traje blanco inmaculado, su sombrero de ala ancha haciendo juego, su pañuelo al cuello, gafas oscuras, y, lo que había sonado metálico sobre la puerta, su bastón, innecesario, pero un finísimo accesorio de galantería fina (que después, supe yo, que era un estoque).
Ni bien entró, me preguntó que estaba bebiendo, pero no hubo caso, no pude convencerlo de que probara el mate argentino, me pidió té con frutas. Muy a lo persa, muy a lo gitano, muy a lo Manuel. Así que no me quedó opción, preparé su té con frutas y nos sentamos a la mesa.
Me dijo que se había quedado preocupado, y como no volvió a saber de mí, decidió venir a verme en persona, por si necesitaba algo. La dirección se la había pedido “a la mujer que me acompañaba”. Cómo hizo para localizar a Fáthima, no lo sabré nunca. Pero así es Manuel, lleno de contactos y de recursos.
Me preguntó si ya había podido hablar con mi amiga, la maga Laurel. Y la verdad era que estaba esperando que Balt-Hazar me llamara desde Rosario, y eso no había sucedido. Hizo un silencio reflexivo y me pidió ver el libro. Cuando lo tuvo frente a él no necesitó ni abrirlo, apenas lo vio dijo, este es el Manual del Observador de Pájaros, no cabe duda. Lo acariciaba, con delicadeza pasaba sus dedos por los cantos y las marcas de los signos de la tapa, y mientras lo hacía me contaba que se trataba de un ejemplar único, anterior, inclusive al Popol Wuj, y que contiene las historias de la formación del mundo, de sus dioses, de sus héroes, y de sus hombres. Por momentos se le empaparon los ojos, para recordar. “Cuando era niño, me dijo, yo oía embelesado, a mi padre contar episodios de este libro. Cuando cumplí los doce años, puso en mis manos una edición que quien sabe de dónde la habría conseguido, y me dijo que guardara profundo secreto. Yo no pude entenderlo, lo leí completo y se lo devolví, deseando que algún día alguien pudiera escribirlo al alcance de mi comprensión. Pero, no era el libro, sino mi corta edad. No obstante, mi padre se ufanaba de que yo conocía los secretos de la religión primitiva de nuestro pueblo, y la genealogía completa de sus jefes, y que sería el trasmisor de las tradiciones. Mi padre murió antes de que yo pudiera contarle mi secreto”
Se hizo un silencio pesado, irrespirable, y lo único que se me ocurrió decir fue: “Wow, qué historia, Manuel”. Y Manuel se sonrió y me dijo, por eso estoy muy orgulloso de que seas tú, mi amigo del alma, el encargado de devolverle el origen mitológico, y las tradiciones ancestrales a mi gente. Y dio un golpe con su bastón, como quien corta una comunicación telefónica.
Vas a tener que aprender ciertas cosas, me dijo. Porque deberás comunicarte con algunos voladores, que todavía quedan. No te olvides que ellos tienen datos que nos van a resultar necesarios. Yo te voy a ayudar en todo lo que pueda, ya estoy grande y hay cosas que me van a resultar complicadas para desarrollar, pero te las voy a enseñar a ti. Con tu inteligencia aprenderás rápido, y con tu habilidad para utilizar las palabras podrás comunicarte con cualquiera sin problemas, vuele o no. Y se rió con una carcajada.
Quise comentarle mi conversación con el padre Anselmo, para que él también entendiera que yo me encontraba en una etapa de discernimiento, y que no era segura mi permanencia en Mérida.
Se rascó la frente y me dijo, el padre Anselmo es un personaje menor en esta historia, y tú lo sabes. Lo usas a él como excusa, pero tu problema tiene ojos color café, no celestes, y canta en un bar nocturno. Y quien sabe si no te recuerda entre canción y canción. Dicho esto, esbozó una sonrisa pícara que me animó a preguntarle que si sabía algo debía decírmelo, darme una ayuda. Y ahí soltó otra carcajada para decirme, no, mi amigo, el celestino nunca va a las bodas, y yo quiero ser invitado, así que esa, la dejo por tu cuenta. Yo te ayudo con lo del libro. Terminó su té con frutas y se fue como vino, y ahí me enseñó el secreto de su bastón.