Editorial

Mariel Turrent – Padecimientos literarios y otras afecciones

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Mariel Turrent

Padecimientos literarios y otras afecciones

 

Vicios

 

Durante veinte años estuve enamorada de Daniel; mejor dicho: de la idea que yo misma había creado de Daniel ese dibujante alpinista que escalaba montañas y llegando a la cima se sentaba, sacaba su block y un lápiz y trazaba el paisaje desde las alturas. Los panoramas de Daniel eran abstractos, trazos rápidos a los que después, en su estudio, agregaba detalles hiperrealistas diminutos, inspirados en Egon Schiele a quién tanto admiraba.

Daniel y yo nos quisimos durante veinte años; mejor dicho: yo quise a Daniel durante veinte años. Lo convertí en mi musa, en la inspiración de todo lo que escribía. Le dediqué mi blog, mis ensayos, mis columnas, y él las leyó a distancia, enamorado (seguramente de sí mismo). Nunca pudo corresponder a mi desbordante imaginación; se sentía rebasado por la intensidad de mis letras y de hecho hasta lo inhibía.

Un día, Daniel me escribió que había conocido a Alba. Una mujer excéntrica, pero cercana, de carne y hueso. Yo pude entender eso y lo seguí queriendo, pero algo cambió: dejó de inspirarme y nuestra conversación se volvió evasiva. Además, su espíritu aventurero quedó encarcelado entre los barrotes forjados de los caprichos de Alba, en cuya vida no cabía la aventura de mi amado Daniel.

No pasó mucho tiempo cuando yo conocí al teniente y volqué toda mi imaginación en su etérea persona. No podía ser mejor. En plena pandemia, este personaje obscuro y lejano, imposible de llegar hasta mí, me hizo volver a escribir sin descanso.

Me despertaba de madrugada con el corazón exaltado y llenaba páginas enteras inspiradas en su persona. Hasta altas horas de la noche, lo imaginaba, lo soñaba.

Cuando se lo conté a Daniel me sentí mejor. Además, mi confesión dio pie a que él poco a poco también me fuera hablando de Alba. Nos hicimos cómplices.

Pero llegó un punto en el que perdí el piso y ebria de fantasía me interné hasta perderme en el mundo oscuro del teniente. Daniel me lanzó aquella soga que me ayudó a salir del hoyo negro en el que me vi atrapada.

Desde entonces, solo por hoy, cada día, me propongo no escribir.

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