Editorial

Crónicas del Olvido – CAMBIO DE PIEL

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Crónicas del Olvido

CAMBIO DE PIEL

Alberto Hernández

-Ilust: Héctor Poleo-

1.-

Abandoné mi viejo oficio sin ninguna pena. Sabía –y hasta lo soñaba- que un día tendría que dedicarme a mi verdadera vocación: adivinar el pensamiento de la gente. Pero no encontraba cómo iniciar esa práctica de poca competencia. Sin embargo, agoté noches y días tratando de concebir la técnica más adecuada. Busqué en manuscritos antiguos y folletos, consulté el Libro de los Muertos, la Torá, los Vedas, el Libro de los Ríos. El tiempo pasaba y no lograba concretar nada. Comencé a añorar mis días de profesor de idiomas en aquella universidad de provincia, donde el ambiente académico había embrutecido mi alma y se había apoderado de mi vida.

2.-

Mi mujer, sumergida en su pecera, digo esto para no involucrarla demasiado en mi búsqueda, optó por no hablarme por el abandono al trabajo productivo y profesional. “Ahora, de idiomas, de aquella inteligencia, de aquellos países…De nada valieron los esfuerzos de tu familia por enviarte a todas las tierras a estudiar y a aprender doce lenguas, de nada”. Solía decirme al comienzo con cierto desgano. Desde esas palabras no abrió más la boca para recriminarme. Comíamos en silencio. Nos íbamos a la cama y recibía mi cuerpo con los ojos clavados en el techo, sin ningún quejido, con una sonrisa o un está bien. Nos veíamos y nos saludábamos para guardar nuestras propias apariencias.

3.-

El primer intento fue con un demente. Me senté frente a él, en una sala mugrosa del manicomio y lo miré fijamente. El loco hizo lo mismo conmigo y comenzó a reírse. Me tocó la cara y se levantó moviendo la cabeza hacia todos los lados. Me sentí deprimido, fracasado, demente como el que acababa de salir al patio.

El segundo experimento fue con un niño. Lo llamé, le ofrecí caramelos, lo seduje con la mirada, lo atraje y, finalmente, tomó los dulces y me vio con mucha lástima: “Señor, ¿usted está enfermo?”. Me levanté y lo dejé bajo el árbol de aquel parque donde frecuentaba para despertar mis músculos envejecidos.

4.-

Clarisa ya no iba a la casa. A veces a medio día nos tropezábamos en la puerta. Nos mirábamos y ni el saludo. Me dijeron –cosa que no tomé en cuenta- que estaba saliendo con mi ayudante, o mejor dicho, con aquel becario que preparaba algunas de mis clases. Un día me solicitó el divorcio y se lo negué enfurecido. No había razón para tal cosa. Realmente me ofendió. Ella salió y dejó la puerta abierta. En la calle, al frente del volante, estaba el miserable a la espera de la dama que días antes había sido mi esposa.

5.-

La experiencia más importante ocurrió con un sordomudo. Le hice señas hasta que logré obligarlo a entender mis intenciones. Rio sin sonido y me dio la mano. Cerró los ojos y trató de pensar algo como habíamos convenido. Utilicé la técnica taiwanesa de penetrar los poros de la frente hasta llegar al centro de su idea, al núcleo de mi reto. Al rato, abrí los ojos. El hombre tenía los ojos igualmente abiertos: “Ya eres famoso, buscador de pensamientos, gracias por el dinero, ya estás cerca”, me dijo con voz clara y un gesto amable.

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