Editorial

Mariel Turrent – Padecimientos literarios y otras afecciones

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Mariel Turrent

Padecimientos literarios y otras afecciones

 

Mi lavadora de platos

 

«Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Fregar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría.»

Agatha Christie

 

En su paso hacia Tulum, el Capitán aprovechó para quedarse unos días en casa. Me gusta que venga. Me acompaña en mi caminata matutina, al regreso me ayuda a lavarle las patas a Simón, va conmigo al super y empaca los víveres y me carga las bolsas. Me gusta verlo prepararse su café por la mañana y hasta que se fume un cigarro en la terraza mirando al jardín. Disfruto verlo jugar con Simón, taladro en mano arreglar el cajón de la cocina (que llevaba meses descompuesto) y trabajar en su computadora mientras hago la cena.

El último día que estuvo aquí, mientras lavaba los platos del desayuno me dijo muy prudente: “No es que me quiera meter en tu vida, tú sabes lo que haces, pero ¿no sería bueno que compraras una lavadora de platos?”. La sutileza con la que me dijo que no le gustaba verme lavar platos me hizo sonreír. Esto de lavar platos se piensa como una tarea engorrosa e interminable que además de arruinar las uñas y las manos, nos quita tiempo. Yo le contesté que, en realidad, ya lo había pensado hacía algunos años, que a Luis le molesta que yo “tenga” que lavar platos y quería comprar una lavadora, las fuimos a ver, las medimos y ubicamos el mejor espacio para su instalación. Lo que prosigue es hacer algunas modificaciones leves antes de comprar el aparato. Pero yo lo he ido postergando y así se me han pasado algunos años; aún no me decido. “Somos tres de familia y Luis nunca come aquí”, le digo, “son muy pocos platos los que lavo y la verdad no me molesta, nunca hago guisos sofisticados así que no hay grasa, normalmente dos platos y un sartén es todo lo que lavo, además mira”, hice un ademán mostrándole la vista que hay en la ventana frente a la tarja de la cocina, “se ve bonito el jardín ¿no?, pensando en eso puse esa ventana aquí cuando construimos la casa”.

El Capitán parece haber quedado satisfecho con mi respuesta, pero yo me quedé con su pregunta dando vueltas en la cabeza y tratando de encontrar un mejor argumento para justificar la falta de dicho aparato en mi vida.

Mientras lavo este domingo los platos, me acuerdo de Agatha Christie y de cuántas veces no me he tenido que quitar los guantes de plástico a media labor para apuntar algo que se me ocurre para un cuento en la lista del super. Gracias a que lavo aquí los platos: distingo el sonido de cada pájaro; saló a mi vista una víbora verde hermosísima enroscada en el limonero; tengo grabados los sonidos de los platos, el correr del agua, los colores del jabón cuando se frota la loza y muchos detalles de la vida cotidiana de los que hay que echar mano cuando uno pretende describir, mostrar, en fin, ser escritor. La hora de lavar los platos es el momento a solas en el que pienso, reflexiono, observo, escucho la música que yo quiero; es el momento en el que nadie puede interrumpirme, —porque normalmente nadie quiere ayudar a dicha tarea y además, absurdamente, se sienten culpables de verme hacerlo por lo que prefieren huir, no verlo—. Lavar los platos es un momento de meditación a solas en el jardín, o en el que me escapo volando entre los árboles hacia otra dimensión. Si tuviera una lavadora de trastes, trabajaría más horas y mi mente vagaría menos. Mis brazos harían menos ejercicio y yo, esos minutos, dejaría de soñar.

Gracias, Capitán, ya no seguiré postergando la instalación de la lavadora de platos, me queda clarísimo que nunca la voy a comprar y que me encanta que vengas y te metas en mi vida.

 

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