Editorial
Crónicas del Olvido – ÁRBOL QUE YA NO ES MÍO
Crónicas del Olvido
ÁRBOL QUE YA NO ES MÍO
Alberto Hernández
I
¿Cuántos árboles han habitado los ojos del poeta? ¿Cuántos dan sombra a su espíritu, al cuerpo viajado por la “memoria de oscuras estaciones”?
Árbol de Durero que Luis Alfonso Bueno solicitó a Jesé, al tiempo que una nevada agitaba la Catedral de Beauvais, el mismo que agachado por el viento de Paraguaná alberga la mirada del que dice en sus adentros como una oración: “Muévanse alas en el aire sin prisa,/ lejano de mi norte, y voy pasando, convicto de la dicha”.
Árbol de Cristo, de los reyes judíos, “árbol llamado del perdón”, eso que Luis Alfonso Bueno nombra sin nombrarlos porque ya han marcado sus pasos.
Libro ritual este del poeta falconiano, donde vacía las imágenes de su tránsito por esa larga lengua de tierra metida en el mar, en la que cada detalle, sombra y escondrijo reseco verifican el insomnio bajo el sol y el viento constante. Libro de la intemperie de la historia que siempre acosa a este hombre en todas sus páginas. Libros de la edad, de las palabras bajo el ramaje del sueño.
II
El poema en prosa arriba juicioso a este trabajo de Bueno, Árbol que ya no es mío (Maracay/ Coro 1999), donde la voluntad de quedarse en él, en su adentro vital, recuerda los árboles druidas habitados por divinidades; de aquel dios roble, alrededor del cual se bailaba. Árboles sagrados de Arbas, el tejo de Ross, la encina de Mughna, el fresno de Uisnech, árboles, en fin, cargados de misterios, de la vida eterna, del bien y del mal, de la infancia y de la muerte, árbol de la adoración, así el que nos canta Luis Alfonso en un solar de la tierra de donde proviene: “Hicieron un patio en círculo/ alrededor de una Ceiba, lo adornaron con palmas montañeras; tres días con sus noches danzaron envueltos en cantos y ramajes (…) La ceiba muda allí como mirando en lo eterno…”.
¿Qué hay más allá del silencio de esa Ceiba? ¿acaso rotan sus raíces y sus hojas mientras los astros le añaden a la tierra el color de la distancia? ¿con la pérdida de la inocencia, del descreído paraíso, también se pierde el árbol del ensueño?
III
Textos desnudos los que nos ofrece Luis Alfonso Bueno, si acaso la metáfora nos conduce a revelarnos en las Escrituras, en la sombra de un olivo, depositario de las palabras de quien se afanó en un viaje. Consagración suficiente que abreva en el lector destinado a ser silencio mientras lee: “El árbol que/ no es mío en esta hora y acaso no/ lo fue nunca jamás,/ es de pan y/ de vino y noble sombra”.
El poema es fruto del misterio, así como la muerte es parte del silencio y las sombras de un árbol antiguo. El árbol de la ciencia del bien y del mal. ¿Alberto Durero en la generación de Jesús?
Bajo la pobreza de sus ramas, bajo la xerófila inclinación, Bueno auspicia la presencia del Deo Robori, el de Angulema, dios de madera y brisa, de habitantes silenciosos, abrumados por el jolgorio de los tomadores de vino, en auspicio de quien tiene ojos para sacralizar el misterio: “Árbol de la vida. Mi muerte/ retrepada, animal puro de delirio/ y luto, enigma en espiral entre/ las hojas, al acecho del íngrimo/ minuto de darle la precisa dentellada/ a mi vida desnuda/ como un fruto”.
Árbol del corazón, árbol arterioso que nos mantiene con la muerte a un lado, “relámpagos/ en mitad de la noche, el de los/ bombardeos a la soledad de mi carne”.
Árbol de Judas, Ciclomor, la agonía papilonácea de quien guardó la traición hasta la última hora, como el ratón del tiempo de Apollinaire, roedor de nuestro “apetecible reino”, así la vigilia de quien dejó el árbol en la lejanía de unas lluvias, testigos del peligro de aquella batalla que la infancia nombró con el árbol del fuego.