Editorial
Soy mediocre – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Soy mediocre
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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‘Soy mediocre’, escribió Rosario Castellanos en su poema ‘Autoretrato’. En esa flagelante reverberación de su alma, la autora nos dejaba ver la simpleza de su ser a lo largo de la vida cotidiana, de la carnalidad del momento y los hechos, que más le apenaban, de esa sorna que le daba corporeidad por ser ella misma. Habla de una mujer que olvida lo extraordinaria que es para decantar la fragilidad de la vanidad, de sus gustos, de sus problemas cotidianos e incluso de los miedos que le provocaba la maternidad al mismo tiempo que su orgullo. Aborda sus preocupaciones diarias, la sensación de anticuada fealdad y lo efímero de la felicidad que traen las cosas que a veces nos sirven pero que a los demás no les importan. Por eso los versos con los que cierra su canto son los más honestos y dolorosos que estriban en sus palabras: “Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo/ el último recibo del impuesto predial”. Su dolor es el de cualquiera de nosotros.
A veces se piensa que quienes han sido tocados por el hado de la poesía tienen una especie de tercer ojo, o la responsabilidad moral de cargar con el mundo sobre sus hombros, y tal vez así sea en algunos momentos. Pero en la mayoría de los casos, la poesía es un producto más orgánico, que se confecciona desde las fronteras del tacto, y que florece en extrañas circunstancias. Es un poco lamentable, pero es lo más honestos. El acto sublime de la poesía es humano, y todo lo que ello significa. En particular, la poesía femenina recuerda esa sencillez, y se ofrece en una hiriente copa que envenena lo que está en sus manos. Nuestras vidas simples transcurren en la esperanza espectacular de lo imposible, de una grandeza casi ridícula que nace en el alba de nuestra imaginación, pero que se desmorona en el ocaso de los hechos. Somos tan grandes para crear los simulacros de momentos heroicos y de la opulencia, y al mismo tiempo nos desmoronamos ante los trámites bancarios o la implacable acumulación de recibos de servicios. Es implacable el tiempo, sus muros.
Como rosario, soy mediocre. Sueño despierto con eventos que nunca ocurren, con discursos que no se pronuncian, con la veleidad de sinfonías que nadie ha escrito, y a la par camino entre el rayo del sol y el frío del invierno. Extiendo las manos sobre una hoja de papel o un teclado asumiendo el rol de un ente creador omnisapiente, pero temo a las probabilidades del clima o el infortunio. No somos nada, pero tampoco podemos aceptarlo. Ahí estriba la grandeza de lo que hemos llegado a hacer. Vencer lo evidente, no ser como nuestros padres, escapar de la pesadilla del mañana. Imperfecto, torpe, lleno de remordimientos, hago el acto de la escritura para liberarme de esa frugalidad, como si en todo ello pudiera encontrar un significado mayor, el auxilio de la comunidad, el aliento de lo divino. Soy mediocre, como Rosario, y cruel e indefenso, y también me veo peleando en el día al día por cosas que escapan aparentemente de la poesía, pero que me van definiendo: el horario de cocinar, las largas filas en la tlapalería, lo incorpóreo de pensar que nunca soy suficiente. Aunque tampoco sé para qué no lo soy. Soy mediocre porque soy humano, porque soy fútil, temporal, innecesario tanto para la historia como para mis congéneres. Porque de todas las actividades, la poesía es la que menos problemas reales resuelve, y en la que soy la mejor versión de mí. Menudo fracaso.
Sin embargo, soy mediocre como Rosario, porque me identifico con ella, y con ella otros tantos que por un momento extienden las manos a través de la bruma, en un espacio donde no habita la razón sino el presentimiento. Rosario murió casi 14 años antes de que yo naciera, pero la entiendo, y todo el dolor que expresa en su poema me es completamente legible. Como en su caso, los miedos de Pizarnik, la demencia de María Panero, la frugalidad de Whitman, e incluso la bendecida tranquilidad de Basho, me son enteramente comprensibles. La poesía no tiene un valor importante en la realidad, porque existe sólo fuera de ella. Y como Rosario, soy otro eslabón en esa cadena, o si se quieres, un filamento más de la cuerda por la que corre una llama que fue encendida en el albor de nuestra mente, y que va siempre adelante, con esa devastación cálida que busca a los que han de venir dentro de la repetición de cada día. Como Rosario, me da miedo el mundo y lo poco que puedo controlarlo, lo que piensan los demás de mí, o lo que puedo llegar a hacer. Mi gran batalla es la del día a día, y sólo me queda escribir en el viento la esperanza de hacer lo correcto. Escribir para no perder la cordura, si acaso le puede ayudar a alguien más.