Editorial

LA CENA – GUILLERMO ALMADA

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LA CENA
GUILLERMO ALMADA

La mañana estaba prístina. Por la ventana del cuarto entraba un aire fresco, reconfortante, y el color del cielo era como pintado. Nada perturbaba ese celeste que nosotros vemos gracias a los gases de la atmósfera. Pensé en Fáthima, porque siempre pensaba en ella. Bueno, desde que la conocí. Había algo que esa mujer producía en mí, podía estar lejos, podía no estar, o haber pasado días sin saber nada de ella, todo era igual, ella era mi primer pensamiento al abrir los ojos, y el último, antes de dormirme.

Se me ocurrió buscarla para almorzar juntos, así que le telefoneé.

Tengo una idea mejor que la de salir a almorzar, me dijo, déjame que te cocine una de mis exquisiteces mexicanas y comamos en tu casa ¿Qué te parece? Tal vez era una oportunidad “sui generis” que no debía desperdiciar, sino todo lo contrario, aprovecharla al máximo ¡Genial! Le dije ¿Yo qué puedo hacer? Nada, solo mantener la casa ordenada, respondió.

Fáthima llegó temprano, a la tarde, pero yo ya la estaba esperando de mucho antes -tal vez siempre haya estado esperándola- vino con bolsas y cacerolas, fuentes y utensilios. Traje todo, hasta el vino, me dijo, y me guiñó un ojo, gesto que me paralizó por lo inesperado. Le ayudé a guardar las cosas en la heladera, o en el frigo, como decía ella, a disponer lo demás sobre la mesada, y poniéndose un delantal, giró, quedando de espaldas a mí, para que le hiciera una moña y lo sujetara a su cintura. En esa vuelta que dio, su perfume emergió como un duende cautivador. Esa fragancia tuvo sobre mí, un poder hipnótico, y ni bien terminé de hacer la moña de su delantal, la rodeé con mis brazos. Ella delicadamente, me tomó las manos y preguntó muy suave ¿Qué pasa? Nada, reaccioné, te ayudo. No, respondió determinante, si quieres te acercas una silla, abres un vino, y platicamos. Voy a cocinar para ti, tómalo como una bienvenida.

Había deseado un momento así desde que conocí a Fáthima, me refiero a un momento exclusivamente nuestro, privado. Estar con ella, escuchar su tonada, y aprender de todo lo que deseara contarme. Estaba en casa, cocinando para los dos, y pensaba que podía ser esa una escena cotidiana, y aún así no podía asimilarlo.

Cuando ella no se daba cuenta, yo la miraba, como si deseara grabarla sobre relieve en la retina, como si quisiera aprenderla de memoria. Y mientras la miraba me preguntaba qué, de ella, de toda ella, hacía que yo sintiera ese desborde de mi corazón.

Cuéntame algo bonito, me dijo, y yo tomaba escenas de la vida real y las adornaba con hechos creados por mi fantasía, para ella. Algunas escenas eran graciosas, para que nos riéramos. Y su risa sonaba como un cascabel embelleciendo el silencio. Ella también me contaba capítulos de su vida, y yo no me permitía dudar de ninguna de sus palabras ¿para qué me mentiría? Me preguntaba, y después me preguntaba a mí mismo ¿Para qué le miento yo? Quizás porque mi vida nunca fue tan interesante ni encantadora, y solo se basó en la observación, el pensamiento, la contemplación, el análisis, y la escritura. Mis aventuras siempre estaban en tinta, y sobre papel obra, setenta gramos. En cambio las suyas eran pasajes y anécdotas reales, con gente de carne y hueso, con la interactuaba y corrían libres las emociones, y las palabras no se escribían sino que se decían, así que no se podía tachar ni enmendar, había que pensarlas antes de hablar.

Cuando nos sentamos a comer, la tarde ya había terminado. Yo había puesto la mesa ubicando a cada uno en cada extremo, pero ella corrió los cubiertos hasta quedar ambos en una punta de la mesa. La cena transcurrió entre anécdotas, risas, y copas de vino, la comida era un majar. En un momento, no sé si lo busqué, o lo provoqué, pero nuestras manos se tomaron y nuestras miradas se cruzaron, volvió a hacer un movimiento de cabeza, algo así como sacudir el cabello, y su perfume lo invadió todo, nuevamente esa fragancia embriagadora me dio la sensación de levitar.

Mi deseo más ferviente era que la noche fuera perfecta, al punto de que Fáthima propusiera repetir el encuentro, quería que ella se sintiera agasajada, no anfitriona, que de su boca saliera esa frase tan deseada: “Podríamos volver a hacerlo”.

Estábamos tan cerca, sus ojos, su respiración, sus labios. Cerró los ojos, y la besé. Ese fue el punto final de la noche. La acompañé hasta la puerta, ni siquiera podía ofrecerme a llevarla, ella tenía su propio carro, así que solo me quedé mirándola partir, ella volteó y me dijo “ha sido una noche estupenda, muchas gracias”. –

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