Editorial

Escribir desde la tercera edad – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Escribir desde la tercera edad

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Recientemente, junto con Chepy Salinas, nos hemos dado a la titánica labor de crear un pequeño muestrario nacional de literatura contemporánea. No sabíamos en lo que nos metíamos, pero tampoco nos arrepentimos. Una de las cosas que más me ha llamado la atención es la alta participación de mujeres, jóvenes, pero en especial, de autores mayores de edad, muy mayores de edad. En casi todas las antologías, una por estado, aparece cuando menos una persona que entra en la llamada tercera edad. Eso no es de sorprendernos, ya que el paso del tiempo es implacable. Pero lo interesante es el ánimo con el que participan. A sus tantos años de edad, han mandado sus obras, han tratado de responder a la avalancha de mensajes de coordinación, y han participado en las presentaciones virtuales; algunos por cuenta propia, otros apoyados por sus familiares. Pero hay un par de casos excepcionales que me han hecho pensar en ese adagio oriental de tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro.

Es un hecho de que publicar en México es complicado. La mayoría de los proyectos yacen cercados por grupos reducidos de personas, muchas veces endogámicos, y otras veces politiqueros. A eso, hay que sumarle la distancia que generan las herramientas virtuales por la frontera tecnológica, pero también por el simple hecho de despreciar a los mayores. Y esto no es con afán de señalar a nadie. Pero muchas veces en los proyectos culturales, y me incluyo vergonzosamente, damos poco espacio a adultos mayores. Las primeras restricciones son tecnológicas, con toda la ola de lo digital, que aunque resuelve el problema de los altos costos de hacer cultura, excluye de manera natural a las personas con menos aprendizaje en estas herramientas. En segundo lugar, el vanidoso papel de los editores o dictaminadores, que al modo del sombrero seleccionador de Howards, rumean qué es literatura y qué no, poniendo en una misma casilla a todos, y muchas veces asumiendo que sus gustos personales definen el canon por excelencia. Cuando se es joven también se es profundamente prejuicioso, e irremediablemente estúpido. Tampoco es rebajar niveles sólo por ser incluyentes, sólo reconocer cuando hay más vanidad que lectura.

A mí me sucedió cuando era adolescente y participaba en las convocatorias, que naturalmente siempre perdía, que pensaba que sufría una discriminación a mi genio de entonces. Luego me di cuenta de que lo único de genio que tenía era la ambiciosa ilusión de pensar que era el mejor en algo que apenas comenzaba a entender. Posteriormente, como editor, aprendí que hay un sesgo muy fuerte decantado de la vanidad, y que no necesariamente comparte el lector. Otro duro golpe al ego. De ahí que la lectura debe hacerse de múltiples niveles, enfocando a otros nichos, a otros destinatarios, y obviamente, a otros autores. Muchos de los escritores de la tercera edad que no han reclamado cierta grandeza en el círculo nacional, son personas más tranquilas, humildes si se quiere, que comparten aventuras, memorias, o recaban la historia de sus comunidades. Pero no pueden compartirla, ya que los jóvenes viven a otra velocidad, los adultos están fulminados por las deudas, y los lectores no pueden acceder a su obra. Tampoco quiero ser condescendiente. Si alguien es malo escribiendo, siempre lo será (mientras no practique, claro, porque ese es otro sofisma del editor o literato “experto”).

En el muestrario nacional he podido leer, y editar, piezas interesantes, historias entretenidas, y muchas de las veces cartas que se dejan al lector con alguna gracia, ya sea una guía moral, una pillería confesada tantas décadas después, o la resonancia de un mundo que ya no existe más que en la tinta que deja detrás una persona que ha vivido su tiempo. Apostar o permitirse a uno mismo conocer a los adultos mayores que escriben es un acto de empatía, pero también de enriquecimiento como persona, como editor, como escritor, y como miembro de una comunidad. No se trata de alabar sin sentido, o de ofrecer una pírrica atención por consideración, a modo de limosna. Sólo es escuchar un poco, leer más allá de la rutina, aventurarse a descubrir lo que encierran mentes que en su momento no tuvieron el acceso a los medios para poner en papel sus pensamientos. Por eso me emociona cuando algunos de ellos reaccionan con una alegría casi infantil a su obra editada en modestas antologías, o incluso llevadas al papel con una febril ansiedad. Después de todo, es el lector el que debe tener la palabra final de lo que le gusta o no, y no pude haber un sabedorcito malhumorado que corte de tajo esa comunicación. Tampoco es regalar espacio por empatía. En mi pobre experiencia, uno puede ganar más cuando se aventura a leer aquello que no le es común. Y los adultos mayores con ese brío de mantenerse en la línea de vanguardia editorial, son una prueba de ello.

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