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Los arranques del Presidente
Mucho mal le están haciendo al Presidente los asesores que todo el tiempo le envenenan el alma y alimentan su proclividad al enfrentamiento y la polarización. Es peor que les haga caso y, más aún, que sea presa fácil de la manipulación de quienes le tienen tomada la medida en Palacio Nacional. El resultado es un proceso de toma de decisión fallido, que exhibe su talante rencoroso y muestra deficiencias en la gestión ejecutiva y causa tropiezos en el ejercicio de gobierno. En unas cuantas semanas, las caídas de Julio Scherer de la Consejería Jurídica de la Presidencia, Santiago Nieto de la Unidad de Inteligencia Financiera, y Arturo Herrera, de la presidencia del Banco de México, pintan al presidente Andrés Manuel López Obrador como un político mercurial que se prende rápidamente y toma decisiones sin pensar en las consecuencias.
Herrera es el último al que pasó por la guillotina. Lo hizo de forma inescrupulosa, ocultándole que había decidido hace mucho tiempo que lo que le prometió, no lo cumpliría. El Presidente sabía que lo sacrificaría, pero, inexplicablemente, dejó que muriera sin enterarlo de su suerte. Es una sevicia política lo hecho por López Obrador, en represalia porque no le hizo caso, como secretario de Hacienda, de deshidratar a los gobiernos de oposición antes de las elecciones intermedias violando la Ley de Coordinación Fiscal, que distribuye las participaciones a los estados y municipios.
Nombrar a Herrera para encabezar el Banco de México había sido un error de origen, muy propio del Presidente, que para deshacerse de funcionarios aprovecha los huecos que se abren en su equipo para llenarlos con los indeseables. El caso previo más claro fue el de Esteban Moctezuma, a quien ya no quería como secretario de Educación, pero no sabía qué hacer con él hasta que Martha Bárcena renunció prematuramente a la embajada de México en Washington y López Obrador encontró en esa oficina su destino. El Presidente nunca vio con buenos ojos a Herrera y quería deshacerse de él. El término de mandato del gobernador del Banco Central, Alejandro Díaz de León, a quien nunca consideró ratificarlo, abrió la puerta de salida a Herrera.
Las cosas hubieran caminado sin problema, pero poco después de asumir su sustituto, Rogelio Ramírez de la O, que tampoco veía bien a Herrera, informó al Presidente que las instrucciones para modificar las participaciones federales las había incumplido –aunque Herrera había actuado conforme a la ley–. Ahí se selló su suerte. En agosto le pidieron al coordinador de Morena en el Senado, Ricardo Monreal, que retirara de la agenda la ratificación de Herrera en el Banco de México, lo que hizo con sigilo. Más de dos meses después, la semana pasada, el Presidente le comunicó a Herrera que había cambiado de opinión. En su lugar propuso ayer el Presidente a Victoria Rodríguez, la subsecretaria de Egresos en Hacienda, que también es una ocurrencia.
Las decisiones tomadas sobre las rodillas son buena parte del problema del Presidente. El caso previo al de Herrera es el de Nieto, en la Unidad de Inteligencia Financiera, a quien incineró públicamente señalando que casarse en Guatemala, violando los principios de austeridad, había sido “escandaloso”. El Presidente no tenía la intención de destituir a Nieto, pero el domingo y el lunes, el jefe de propaganda y arquitecto principal de la polarización, Jesús Ramírez Cuevas, estuvo llenándole la cabeza de que era un “exceso” lo que había hecho Nieto. Finalmente ordenó su destitución dos días después de la boda y nombró, otra vez sacando un conejo de la chistera, a Pablo Gómez, experimentado parlamentario sin pasado administrativo ni conocimiento del tema.
López Obrador, con su mismo modus operandi, le dio a Gómez el empleo que había ordenado buscarle en el gobierno desde que perdió en las elecciones intermedias la diputación federal. Habrá que agradecerle –léase esto con sarcasmo– a quien no le encontró lugar rápido, que ante la salida intempestiva de Nieto, el Presidente encontrara en ese lugar la chamba solicitada. Pero no habían pasado dos semanas del nombramiento de Gómez, cuando López Obrador empezó a decir en Palacio Nacional que a lo mejor se precipitó destituyendo a Nieto, pensando que la falta de experiencia del veterano político, no por los casos mal armados en la UIF, iba a provocar que las investigaciones en curso no tuvieran un buen destino.
Sin tener la misma sensación con Scherer, el caso es similar. El consejero jurídico renunció porque el Presidente le iba a quitar la fuerza política que lo empoderó la primera parte del sexenio. López Obrador llevaba semanas escuchando las intrigas de varias personas, particularmente de Ramírez Cuevas, en contra de Scherer. Aun tras su salida, siguió atacándolo y acusándolo ante el Presidente de haberse llevado expedientes de los casos Lozoya y Ancira, que agrió aún más la relación entre López Obrador y Scherer, cuya separación sigue ensanchándose, con consecuencias potenciales inimaginables.
Scherer, Nieto y Herrera –éste no por cercanía, sino por responsabilidad– formaban parte del círculo de poder del Presidente, quien con sus arrebatos de furia y de cobrarles con poco tacto sus cuentas y atrevimientos, ciertos, falsos, certeros o magnificados, se metió en mayores honduras de administración, articulación y orden. López Obrador no cambiará. Las experiencias le afectan, pero no modifica su actuar, lo que explica los tumbos y rendimientos crecientemente negativos de su gestión presidencial.