Editorial

Los amores que he dejado ir III – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Los amores que he dejado ir III

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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A veces uno elige la pesada senda del sufrimiento a cambio de un instante de alegría. Nos conformamos con poco a raíz de la frustración. Entregarse a un evento aleatorio. Se sufre por convicción, por destino autoproclamado. Llegar a un puerto desconocido para abrirse paso en la bruma a todo costo empujando a cualquier transeúnte, voltear el rostro sin ser llamado por la calle, sentarse a la mesa sin hambre ni invitación. Así es el amor, la pasión, la deuda y el ensueño, la fatalidad, el capricho. Tan cierto un par de civilizaciones antes como al final de los tiempos, cuando nos envuelva la estrella que nos trajo a la vida en su final augurio. Nos gusta el desorden, y llevamos esa vocación a cada ámbito en el que pervivimos. Amar como si no hubiera otra oportunidad, dar el mordisco a la manzana cruel de la envidia, robar la felicidad ajena. Negar los modales que se aprendieron en casa a cambio de una caricia que nos despierte de la rutina.

No se puede salir libre de un amor turbulento, que se arranca del destino de otros, y mantener la calma. Algo se ha de perder en todo caso, y el silencio pone un punto final a la adrenalina y el entusiasmo. A veces caminamos por una inercia y las cosas se dan, se ponen al calce de las manos, y es muy difícil decir que no. Ceder a la pasión tiene una responsabilidad compartida, y se transmuta en la pesada loza que huye de la luz, que se murmura y replica bajo el agua, antes de encontrar su podio iluminado. No hay secreto que no se conozca, no hay aventura que no enfrente a la justicia; si es que así podemos llamar a la evidente imposibilidad de negar la realidad. Los amantes sufren por la expectativa de su propio amor, y lo hacen con mayor razón los que eligen esa segunda piel del orgullo y la reticencia. Incluso si se sabe erróneo, es complicado convencer al corazón de lo que se hace, ya que no negocia las oportunidades de reconocerse en otro pecho. Avanza y quema las naves sin miramiento, sin ni siquiera saber si hay una playa cercana.

Es difícil congeniar la amistad y el amor, sin que las fronteras se desdibujen por completo. Cada acción es pertinente, y cada resultado es aceptable. Los momentos se dan, los espacios se acomodan, y dos almas se manifiestan en la comodidad de la risa. Se trata de entenderse con el gesto en el rostro mientras las manos se rosan antes de sujetarse con una ternura de compañeros, que no se dan cuenta de cuanto implica. Largas pláticas, mensajes a deshora, y esa franqueza que genera una palabra tibia y larga desde la distancia. Buscamos el cariño de los demás como los perritos de la calle, y somos gentiles con quienes corresponden ese cariño. Un juego en el que somos el verdugo y la víctima por igual, descubriendo el cuello para el corte con el puño crispado para sujetar la maza. Entregarse a la complicidad de la noche sin temores, para mantenerse despierto un rato más atento a las pisadas en la avenida. Uno espera que en verdad funcione aquello que ha nacido desde la penumbra, sin saber si es ilusorio o una genuina gema atrapada en el velo de la incertidumbre. Pero funciona, a veces, un tiempo.

Después viene sortear las comidas incómodas, sentarse en sitios opuestos del grupo de amistades, mirar de reojo la sonrisa suave que no yace a un costado regalada para alguien más, y soportarlo. Los amantes buscan, decía Sabines, y así es, con esa rabia desprendida de la separación, y con esa elocuencia de la complicidad. No significa que no sea doloroso. Sin embargo, una flor cultivada en el jardín ajeno, al ser robada tiende a marchitarse el doble de rápido. Los rumores se hacen presentes. Las sombras amenazan con exponer la piel a la lumbrera. El aliento comienza a fallar. Nos volvemos codiciosos y el destino nos alcanza finalmente. Entonces se hacen llamadas, se toman decisiones, y así como lo decía Serrat, los debutantes se fallan, continúan de largo su búsqueda, y no llegan a la siguiente cita. A veces el amor no es suficiente para quedarse en el mismo lugar. El exilio se hace presente. La herida se mantiene abierta en el pecho de quien queda detrás, como si le arrancaran una parte suya. Aprende con los días a no esperar una respuesta. Y sueña largamente para escapar de la memoria. Cada gota en el mar es un poco de esperanza, y se sienta en el jardín de la casa como si fuera un sitio seguro al que volverá aquello que se amó. Somos criaturas que gustan de la fantasía, de pensar en esos futuros que podrían ser, de lo que tanto deseamos encontrar al final de nuestros días.

No obstante, sería peor el vacío. Caminar seguros en una recta y jamás aprender. Estar a salvo en una platea de cristal donde nada de allá afuera nos toca. Ser inmaculados en la soledad, sin penurias, pero tampoco sin la alegría que nos genera haber robado un beso a la casualidad de lo maravilloso que encontramos en los demás.

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