Editorial

El problema con la hipersexualización – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El problema con la hipersexualización

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Hoy en día está muy en boga hablar de los problemas de género, la cultura de la violación y otros derivados de la cosificación de las personas. Es muy importante. Sin embargo, el debate me parece parco, débil, quizá por propia conveniencia de quienes encabezan esas auto elogiadas batallas. Me explico. Cuando se habla de género, en el sentido que dan las ciencias sociales y no de la taxonomía, se hacer un abrupto reduccionismo a las mujeres. Es como si en el género no existiera lo masculino, y menos toda la profunda variación de transexualismo e intersexualidad. Ahí tenemos ya un comienzo aboyado. La cultura de la violación es un tópico semejante. Parece que sólo existe cuando hay un daño directo a quienes se oponen a esa cultura, pero que no molesta en lo más mínimo cuando es inocuo o les pasa a las personas que menos nos agradan. La violación es mala si nos afecta, parece, pero invisible si nos place. No existe violencia de género contra hombres o entre parejas del mismo sexo, pareciera. Es una manzana envenenada, en todo caso, incluso hablar al respecto; y uno se aburre de estar en calma.

Lo que poco se escucha o lee, es el evidente problema de raíz, o cuando menos una de sus vertientes: la hipersexualización de todo, de prácticamente todo. Entendemos que en la publicidad o mercadotecnia, un hombre guapo, viril, con el torso desnudo y tonificado, es tan válido como la cabellera sedosa, el traje de baño ajustado y la mirada seductora de una mujer. Pero a veces no me queda muy claro qué tiene que ver todo eso con el paquete de pollo frito que se anuncia en una revista, o con la nueva caja de aspirinas. Quizá estos expertos de la mercadotecnia consideran que seguimos siendo primitivos animalitos que se guían del líder de la manada, donde éste es por defecto un cuerpo de relumbrón. Hasta eso, puede ser medianamente aceptable. Sin embargo, la hipersexualización se ha extendido a todo, hasta a los niños. “¿Alguien puede pensar en los niños?”, decía el personaje de Helen Lovejoy (Helena Alegría), de los Simpsons. La ropa, las poses, incluso el maquillaje que han pasado del televisor a la vida cotidiana, se enfrascan en una batalla abierta con los videos de Tik-Tok con reguetón de fondo de la peor calaña, los intensísimos perreos, y con la extrapolación de lo adulto a lo infantil porque ya no hay tiempo de nada. No me queda tan claro el límite de lo cuttenes con la pederastia.

En otro lado de la charla tenemos nuestra simpática cultura del albur mexicano. Pareciera que no podemos dejar de encontrar espacios para sustituir las más inocentes situaciones, en especial con extranjeros, para dejar en claro que somos una cultura dicharachera que todo lo puede transformar en la dicotomía pene o chile y vagina u hoyo. Hasta la comida es parte de eso, con publicidad que enarbola esas figuras en la retórica del despapaye mexicano con fotografías minimalistas, que en cualquier otra cultura tendrían poco sentido. Y tan es así, que hay campañas gubernamentales oficiales, que retoman esa cultura como parte del mecanismo de divulgación (“el chile que no pica es más sabroso”, sobre la vasectomía y planificación familiar, entre muchos otros ejemplos). No se puede negar que tiene su lado gracioso, pero es bastante ilustrativo del punto. Incluso, los mayores albureros tienen una amplia cultura y sensibilidades, como lo probaron en sus momentos los dos Carlitos, Monsiváis y Fuentes. Extranjero que vemos, persona a la que tenemos la necesidad de hacer pasar la “experiencia mexicana” con juegos o insinuaciones sexuales de lo que sea que haga o vea, donde esté, con quién esté, en cualquier momento. Más de una vez he escuchado pláticas entre hombres y mujeres, que de no ser por la evidente amistad entre unos y otros, serían auténticas situaciones de acoso sexual, de violencia verbal, de agresión, etc. Pero el matiz estriba en que es parte de la fiesta, del cotorreo, de la buena onda, y somos chavos, X.

Hemos llevado la hipersexualzación a cada espacio de la vida pública y privada, y luego nos santiguamos porque los niños de los primeros años de primaria imitan los pasos candentes del perreo más sucio con sus compañeritos, o de los embarazos juveniles al alza, o de las violaciones infantiles. Nos quejamos de la cultura patriarcal, pero disfrutamos de sus dádivas al explotar una geometría agradable que abre puertas y facilita los trámites, amén de la inteligencia de la femme fatale que “sabe lo que tiene porque sabe lo que vale” o del galán que vale más cuanto “más conquista y es deseado”. Después viene el debate parcial de la violencia, como si fuera un fenómeno desconectado de las demás actitudes que tenemos en la vida, y que vamos replicando en la convivencia social. Jamás somos responsables, esa otra gran actitud del mexicano. Hemos hecho del sexo un baluarte que define a nuestras personas y nuestras relaciones, y a la vez castigamos y estigmatizamos la educación sexual. Llevamos hasta lo más animal nuestro comportamiento, pero esperamos un respeto mínimo de los demás si no nos parecen los suficientemente atractivos. No se trata de banalizar la discusión de los problemas derivados, sino de comenzar a dialogar desde nuestra contradicción, siguiendo esa vena que alimenta la mayoría de nuestros problemas relacionados con el tema. Hemos reducido casi todo a una expresión de la sexualidad, y luego nos espantamos de los resultados. O como diría la frase popular jalicience: “Somos put#&, pero bien católicos”.

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