Editorial

Recuerda que has de morir, de María Trinidad Ramírez – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Recuerda que has de morir, de María Trinidad Ramírez

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Además del Covid-19 y el aburrimiento, el 2020 trajo novedades editoriales varias. Una de ellas es la novela corta Recuerda que has de morir de María Trinidad Ramírez, editado por VersodetierrO & Campo Literario, con ilustraciones exteriores de Angélica Carrasco Acevedo. El libro es pequeño, el diseño límpido y brillante, impecable como todos los libros que pasan por manos de Adriana Tafoya. La novela, que tuve el gusto de poder presentar, es una vibrante resonancia de la memoria. El trabajo de la autora yace dentro del monólogo exteriorizado, donde los temores, la vida y la nostalgia, aterrorizan los sitios desocupados en el departamento del narrador. O mejor dicho, los espacios aparentemente desocupados, que en realidad se encuentran atestado por fulminantes espectros que siguen con la mirada, y a veces con sus rutinas, al desgarbado personaje central. El texto mezcla tanto la realidad como la percepción de ella, con un toque místico, pero más que nada la rabia del espacio hueco. El narrador reconoce que son espíritus o espectros, o fantasmas, pero también pueden ser recuerdos, penitencias, aforismos de la melancolía.

En sus apenas 80 páginas, transcurre la crueldad de existir, de persistir. Una madre enferma y distante, un padre apesadumbrado, una media hermana que se mueve entre la pasión disimulada y la monotonía de una relación fallida. Y todos los demás que acontecen al redor del narrador, que a veces se cruzan en el mismo camino, pero las más de las veces lo ignoran. El mundo es hostil, tanto allá afuera, pero especialmente aquí adentro, donde uno reside, donde se resume la vida, el ambiente más desnudo de cada individuo. Tenemos vistazos de una ciudad corrupta, violenta, indolente, donde la violencia campea en todas sus formas, en especial con la indiferencia y la lejanía. Así, no hay escapatoria afuera, donde las luces resplandecen más que los individuos. En el mundo interior, el departamento, no es menos agradable. Los espíritus cumplen sus horarios, y se aferran a las mismas rutinas de la vida, trágicas, inconclusas, agotadoras. Aparentemente no hay escapatoria, y al mismo modo que Comala, en esta ciudad genérica, no quedan más que repeticiones de lo mismo.

Qué decir del narrador, que tampoco se escapa de ser una criatura gris, atrapada entre las obsesiones y la autocomplacencia, el miedo, la futilidad de ser un escritor que apenas se da a esa tarea. Sin embargo, relata el día a día, la violencia, la incomodidad, el rencor, y también la perversión, la inutilidad y el egoísmo. El mach entre lector-narrador es inmediato, porque reconocemos esos espectros en nuestra propia cotidianidad, a veces como testigos silenciosos, a veces como espectadores de nuestra pobre autonomía. Duele ser adulto, y duele más tener que vivir con los demás. María Trinidad nos obsequia esta breve apertura del desconsuelo para invadir una intimidad mutilada, y exploramos entre pasajes la soledad y la apatía. Aunque es mutua, ya que es la realidad, o mejor dicho, el mundo exterior, el que también nos rechaza, el que nos señala, y que busca cualquier recoveco para recordarnos lo poco que somos. De esta manera, la experiencia del lector se completa, dando vueltas a páginas y recursos de manera simultánea.

Otro de sus aciertos es velar los hechos, decantar pasajes oscuros que se tienen que dilucidar entre dientes, de manera que son los propios remordimientos y pecados quienes se asoman y llenan esos huecos dejados a propósito. La autora, perversamente, sabe que tampoco somos inocentes, y que con esas migajas podemos reconstruir el listado de fracasos personales, dándole una mayor cercanía a ese espectro que reflexiona constantemente en voz alta, pero que poco hace por salvarse a sí mismo. Cuando nos entrega el título de su obra, es también una afrenta socarrona, donde nos recuerda que habremos de morir, y que de la misma manera estamos expuestos a la rutina y la violencia. De igual manera a la corrupción, la apatía y desasosiego. Mediante un lenguaje puntual, con pasajes breves, y con una enorme carga ceremonial, la autora nos entrega una novela que abre heridas en la palabra, y que se apuntala para lastimar al lector. De ello no queda la menor duda al vislumbrar lo poco que se resuelve, y lo impotentes que somos ante el curso de la realidad.

Esta obra se incrusta dentro de la colección de VersodestierrO con una elegancia natural, y abona a la literatura nacional con esa larga tradición de la admiración por el fracaso y la ruptura con la muerta. Ningún mexicano muere nunca, ya que pasa de un plano de existencia a otro, arrastrando sus vicios y remordimientos, repasando las conversaciones, las promesas no cumplidas, la distancia entre unos a otros. Allí yace su llamado a la sanidad mental, y que el lector debe descubrir si es capaz de aterrorizarse con lo que ocurre o si se siente identificado, atestado del dolor cotidiano que estriba en todo lo que vemos.

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