Editorial
El editor VS II: el autor – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
El editor VS II: el autor
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Antes hablamos de aprender a descubrir a los lectores. Quizá esa sea la batalla más sencilla. El segundo paso es lidiar con los autores. Si el editor puede rayar en una vanidad cansada, la del autor puede ser mucho peor. Y es comprensible. El que crea, el que construye, es dueño de su voz, de su trabajo, de las experiencias y las largas horas de angustia que le han llevado a poner en palabras lo que es parte de su ser, de sus amores o rencores. Aunque claro que eso no implica que sea relevante, y mucho menos entendible. Esa es la parte complicada de la relación. El que escribe es un frondoso árbol que adquiere las formas de sus pensamientos, sus extravagancias, sus divagaciones. El editor, a veces muy pulcro en sus palabras o en sus notas, es más que nada un carnicero. Y he allí el principal reto para establecer esa comunicación común. El editor interviene, señala, modifica, y muchas veces se atreve a cuestionar lo que surge de la inspiración, de las aspiraciones, del deseo. El editor es muchas veces el enemigo mortal del escritor.
En primer lugar, suponiendo que quien se atreve a señalar una mejor forma para un texto no se basa en la vanidad, su propia ideología o la censura política. En segunda instancia, que tiene una idea de lo que hace, un porqué. El editor requiere a fuerza ser un gran lector, un voraz consumidor de textos, de revistas, de manuales, incluso de otras formas de transmisión de mensajes, como la televisión, podcasts u otros. El editor tiene que ser un experto en la comunicación, ya que su principal objetivo es traducir lo que se presenta en un proyecto a lo que el lector puede estar interesado en adquirir como experiencia o conocimiento. Un editor que no lee, que no ve películas, que no escucha conversaciones, es en pocas palabras, un mal editor. De ahí que se atreva a sugerir o incluso intervenir en la obra de un tercero, es un tema serio y de debate. Se debe tener experiencia, apertura a otras formas de comunicación, de manera que sus comentarios son una extensión de las experiencias de muchos otros creadores, de muchos más consumidores, de su momento y sociedad, aunque con una ligera visión de lo que puede venir por delante.
El otro elemento de la ecuación es el autor. Esa criatura radiante pero lenta, que se aferra a lo que hace por deseo, por necesidad incluso, para transitar de un pensamiento a otro. No se puede imponer una visión, ni mucho menos violentar un deseo. La principal tarea del editor es la de ser el comprensible padre o amigo que da un concejo, que justifica sus palabras e ilustra los motivos que le llevan a decantarse por una u otra opción, con la claridad de quien ha leído y sopesado lo que se presenta, que recuerda sus elementos, y que respeta los sentimientos de quien presenta un documento. Necesita de una fuerte empatía, pero a su vez de una cultura suficiente para explorar las opciones, para ofrecer respuestas o sugerencias. A veces funciona, y el autor valora lo que se le ha dicho. Queda entonces en sus manos el destino de su obra. Luego ha de presentar una nueva versión o se marchará furioso. Se tiene que aprender a dejar salir, a respetar el rencor ajeno. Por otra parte, también hay que aprender a ceder, a no imponer la visión propia, y escuchar los motivos del autor cuando los hay, sus porqués, las ideas que lo alimentaron. Hay que reconocer entonces que desconocía o le hacía falta una explicación a su pulida experiencia, y que ha asimilado algo que se le escapaba. Así como se aprende del lector, se debe hacerlo del autor, con humildad, con el deseo genuino de ayudar a pulir un documento, sin tratar de imperar ante todo, pese a cualquier idea que se presente.
La relación del autor con el editor es ríspida por necesidad, ya que uno desboca sus cualidades y el otro trata de darles forma, y ambos deben sopesar su egoísmo personal para llegar a un acuerdo, donde normalmente el beneficiado es el lector. No obstante, el editor requiere liberarse de la carga de proyectar en los textos sus obsesiones o necesidades intelectuales. Editar es un arte social mucho antes que un oficio técnico del lenguaje, ya que implica herramientas tácticas de negociación, y por supuesto, de un bagaje fuerte en los temas que se tratan o a los que se orienta. El editor debe ser el primero en reconocer las áreas donde es débil, los temas que desconoce, e incluso el tipo de lenguaje con el que no está familiarizado, de manera que sus servicios sean claros y no engañe a nadie, comenzando por sí mismo. No debe ser un muro que maltrate al escribano, sino una brisa que le ayude a empujar la vela en la mejor dirección posible, comprendiendo sus limitaciones personales, técnicas e intelectuales.