Editorial
Crónicas del Olvido – POR LA VACIEDAD DEL HUMO
Crónicas del Olvido
POR LA VACIEDAD DEL HUMO
Alberto Hernández
1.-
Este es un título publicado en 1977 por la editorial Torrente de Los Teques, estado Miranda. Su autor: Luis J. Oropeza. ¿Quién sabe de él? ¿Quién es Luis J. Oropeza? El poemario está dedicado al bicentenario de la ciudad donde el libro vio la luz. Pero los poemas van más allá de la ciudad, de las calles irregulares y los jadeos públicos, toda vez que se trata de vías de altos y bajos, no buenas para cardíacos.
Es el libro de una voz: es la poesía de alguien que habita en un lugar que no se nombra.
“Por la vaciedad del humo” habla desde la primera persona hasta la pérdida del que habla. Es decir, el poema multiplica las voces en un yo iterativo. Se hace muchos. Y luego vuelve a él.
Quien escribió el prólogo, me imagino que un simulador, el prof. Alag (se autocalifica “Maestro del Metaforismo”), alude a Dios en sus líneas. No hay mucho que decir de esa entrada. No obstante, es bueno dejar en el ánimo del lector estas palabras de Alag: “Cuando Usted se tope con un verso de Oropeza parecerá que lo cruza de parte a parte el arsenal de sus conocimientos: o le abre una herida, o le arrulla una tormenta”.
Pues bien, el que una tormenta arrulle es una hipérbole. Una inflexión surrealista, porque de que las heridas se abran, vale. Aunque lo otro incita a entrarle al libro de poemas con más ahínco, a ver qué pasa.
2.-
Se lanza a la sombra de la calle. A la naturaleza misma. El autor maneja con facilidad los versos y las imágenes y hace del tema, en este caso, la luz y la sombra, un buen motivo para construir “Los perros que no rezan”:
“Pero este junio no habrá fogatas/ pues el sol ya se habrá ido,/ y volveremos entonces/ hacia la oscuridad de los principios.//
Acaso una luz rosada/ entibie el nido de los altares/ -para que vuelvan muy pronto amoratados-/ por el chisporroteo de la basura/ con la basura// ¿Acaso una tragedia/ prendió sus garras frías/ en la desnuda piel de los amanes? // Alguien pisa un hemisferio/ y el planeta se retuerce de dolores.//Grita una raíz ya mutilada/ y una rama que arde allá a lo lejos/ me ha anclado en una isla de agua/ al pie de la tristeza”.
La idea del comienzo, de un posible génesis luego de la destrucción. Luz y sombra. Principio y fin. Un dejo bíblico que desemboca en el ser humano desvanecido en la inconsciencia onírica.
“Quieres que el sueño se marche/ y te cuelgas de un árbol/ como un pájaro muerto.// Falleces en los ríos tranquilos/ -tu muerte será el agua-/ y no de piedras.// Pasará tu día/ y querrás timar el día de otros.// Morirás y no habrás muerto todavía/ -por el sueño de haber dormido tanto-/ y la hundirás en la vaciedad de las raíces/ como una flor que se marchita en su capullo”.
3.-
Luz y sombra. La muerte. El comienzo, el fin: el hombre, la razón de ser de la existencia. La historia de un hombre que se hizo el Hombre. Los huesos de la historia. El árbol del principio. El árbol desconocido. La primera persona alude a quien, peludo y maloliente, descendió de las ramas y comenzó a enderezarse sobre la tierra. Ya no era la bestia en la altura. El que no tenía palabras. El que sólo chillaba y manoteaba.
“Ayer bajé de mi primer árbol/ traje la flores, y el aroma/ lo vertí en el río,/ y todos ahora/ bajan de su árbol// ya como Homo Sapiens/ llegó el odio y lo retuve/ -entre mis huesos como una mancha-/ y desde entonces/ ando buscando un blanqueador”.
Siempre hay un primer instante. Un momento en que se abre la boca y emerge el poema. Nombra el árbol, también el odio.
Sentimiento que se contradice con la luz, con el árbol frutal del Edén, con el sujeto que vivía entre la fronda. La imagen deviene convencimiento: también existe el final. El hombre del árbol se creía eterno. Dios lo tenía bajo su protección. O en medio de la ignorancia de la naturaleza. El hombre vivía para vivir, para ser eterno. Ahora…
“Sí, voy a morir/ junto a lo que no volverá, / para que se oiga el trueno/ cuando descienden hasta el olvido// Cuando luego el alma esté vacía/ -como una sombra detenida-/ el corazón germinará con sus raíces/ y rugirá la savia al extinguirse.// Y aunque no resista lo triste/ -ni lo hondo de la ausencia-/ aquí me quedo”.
La muerte, la vida. Un juego entre guiones. Una muestra en la que la voz, el verbo, sirve de sustento.
Se califica de “hijo de perra” y revela una culpa. Pero intenta –por medio de la negación reiterada- deshacerse de la soledad, de lo que martiriza al hombre común y corriente, y al que no lo es también. En todo caso, el hombre que usa el pensamiento es el que más solitario vive.
Este “Mea Culpa” dice:
“No me culpen/ si soy un dolor de piedras que se han vuelto contra la corriente// No me culpen/ si trato de evadirme de este universo rabioso./ No me culpen/ si la soledad me ha confundido todos los caminos./ No me culpen/ si mi tiempo es una basura incontenible/ No me culpen/ si la existencia ya no cuenta para la nada de mí mismo/ No me culpen/ estoy desolado desde antes de abrir los ojos…”
La desesperanza, ese “si” condicionado que puede abortar la existencia. Que la hace menos llevadera. El poema es una carga. Una descarga. Un fardo que se deja para que otro lo lleve.
Y para darle más fuerza a este espinario:
“No sabría qué hacer con tanto amargo/ -si en cada sorbo digiero la tristeza- sin acariciar la arena de tu pelo. // ya sé que eres una página negra,/ dejaste un gran silencio abandonado/ en mis propias rendijas…”.
Y así, hasta completar la realidad con pedazos de imágenes recreadas. Luz y sombra. Ceguera y paisaje. Un paisaje no nombrado: disipado. Hecho persona en su interior.