Editorial

Plantar un libro, criar un árbol y escribir un hijo – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Plantar un libro, criar un árbol y escribir un hijo

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Hay un adagio de sobra conocido, atribuido a los pensadores asiáticos, que dice que en la vida hay que “sembrar un árbol, escribir un libro y criar un hijo”. Se asume, que en el periodo vital de una persona debe aportar a los demás con su experiencia (el libro), dar continuidad al ser humano en las mejores condiciones (el hijo) y mantener un equilibrio ecológico hacia el futuro (el árbol). Esto se puede desglosar en términos más posmos, y que sea acordes a nuestra realidad contemporánea. Se trata de tener responsabilidad ambiental dentro de nuestra conducta de consumo, buscar mejorar el progreso social y aportar a la gran experiencia humana. Tan eficiente en su momento como lo puede ser ahora. El problema yace, a mi parecer en lo ambiguo de algunos de sus efectos inmediatos. Cualquier puede criar a un hijo, lo mismo que a un cerdo, y el destino del primero como del segundo puede o ser radicalmente distinto o ser el mismo. Se cría para la vida o para la muerte. Criar implica quizá una dignidad moral de continuidad, pero puede ser también una perfección de una herramienta. Criamos para qué, con qué objetivo, con qué esperanzas, y qué buscamos mediante ello. ¿Una crianza con amor para el futuro, o la vanidad de la continuidad, o el ejército industrial de reserva, sin rostro, sin voluntad?

En segundo momento, plantar un árbol. Pero para qué. ¿Plantar lo que sea, sin conocer su impacto, su desarrollo en un entorno ecológico? ¿Plantar y dejar a la buena de la suerte los resultados? Soñar con que plantar es la acción que lava el costo, o que es suficiente para nivelar la peonza, sin verificar nada, más que la acción moralina de haber plantado una de arena por todas las que van de cal. O quizá plantar para restaurar lo que tomamos, plantar para construir herramientas que necesitamos, o para alimentar los hornos en los que se producirán las armas de las guerras que libraremos entre unos y otros. El mismo camino puede llevar a cualquier destino. Y finalmente, escribir un libro. La idea de que el conocimiento humano es precioso es seductora, pero ingenua. Muchos pasaremos la vida sin mayor gloria, repetiremos las historias comunes al resto de contemporáneos, y expiraremos entre ensayados guiones de lo que se supone-debe-ocurrir. Una repetición dolorosa de eventos preestablecidos, copiados, sobrepuestos. Por otro lado, también hay conocimiento negativo, experiencias perjuiciosas, y más que nada, prejuiciosas. ¿Vale la pena salvar todo el conocimiento humano, el de todos; y de ser así, quién está capacitado para dividir las aguas de lo bueno y brillante de lo corrupto y nefasto? ¿Preservar los errores para aprender o para guiar al fanatismo a los menos hábiles en la sociedad? También la crueldad es ingeniosa, y nuestra comodidad moderna se sustenta en millares de crímenes que despersonalizamos para dormir mejor.

Hemos de plantar un árbol pensando en criar un hijo y legarle un libro, para que su existencia sea lo menos miserable, empuñando los estandartes del mañana. O a la mejor criar un hijo para que trabaje la madera del árbol que plantamos y dedicarnos al hedonismo intelectual. Parece que el orden y la intención no escapa de los motivos. Pero son divagaciones de un envejecido cascarrabias. Tampoco importa. La continuidad y la existencia no distinguen de la maldad o la ingenuidad, sólo acontecen. Debe ser uno el que defina los porqués de estas acciones, y que transcurre en esa balanza que resume la experiencia, y tal vez, obligación humana: reponer, construir, aprender. El resultado ya será cuestión de otros momentos, de otras personas. Lo más terrible de lo gris, es que no tiene bordes definibles. Cualquier motivo puede ser válido si se justifica, y todo lo contrario para alguien con opinión diferente. Pero el hecho es que queramos o no, transcurrimos en esas tres partículas del monumental adagio. No podemos evitarlas.

Algunos pensamos demás, otros consumen demás, otros son más amorosos con los que vendrán. Algunos son egoístas, otros no se dan cuenta de lo que cuesta su existencia, otros no tienen mayor deseo que saciar su hambre momentánea y tirarse a la sombra. ¿Y quién hay allí que pueda levantar la mano para fungir de juez?

Nadie tampoco. En los motivos yace la justificación, y ahí se desdibuja la moralidad de quien sea. Sólo nos queda reconocer que hay varios caminos, consecuencias derivadas, y una infinidad de momentos aprovechados o desperdiciados para alcanzar algún misterioso objetivo que apretujamos en una distribución normal, pensando que el futuro es compartido. No lo sé. Quizá sólo cuestión de perspectivas.

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