Editorial
Crónicas del Olvido – FIEBRE, LA NOVELA DE UN SUEÑO
Crónicas del Olvido
FIEBRE, LA NOVELA DE UN SUEÑO
Alberto Hernández
La última vez que repasé las páginas de la novela Fiebre fue en un paseo que hice, durante un otoño casi imaginado, entre Salamanca y Golpejas. Iba a pie. Y todo por un sueño con mi padre y Miguel Otero Silva, quienes me decían, en medio de las sombras de un bosque oriental en Venezuela, que debía siempre cargar en el bolsillo la novela, para protegerme de los fantasmas ajenos y de los míos propios. Por supuesto, no hacía alarde de tenerla conmigo en aquella España gobernada por Franco, aunque a veces se conseguían algunos libros díscolos y subversivos, aunque no lo fueran, en estancos y puestos de revistas de viejo en El Retiro, en El Rastro y algunas librerías donde aún se sentían los olores ácidos de las camisas de Cervantes.
Digo entonces que caminaba por esa carretera con Fiebre en una de las manos. Me detenía unos minutos y leía:
“La política es para nosotros una obsesiva pesadilla, sin contornos precisos. Arriba está una gavilla de bandoleros que roba, atropella, tortura y asesina. Abajo hay tres millones de hombres que son robados, atropellados, torturados y asesinados. Tratamos de explicarnos por qué suceden esas cosas. Por afán de poder y dinero de los de arriba, por pánico de los de abajo, seguramente…”
Pensaba en aquellos personajes atrapados en las páginas de Miguel Otero. La brisa fresca de aquel paisaje me llevaba a imaginar que la libertad tiene que ver con la soledad y el silencio, con la angustia de estar lejos, de no tener a nadie que te salude, aunque un camión destartalado pasó por mi lado y me dejó un aroma a frutas frescas. Eso me conmovió.
2.-
Volví al libro. A los recuerdos de mi padre. A la cara de Juan Vicente Gómez. A la estatura de Francisco Franco. A la chatura de mi existencia frente a las penas de esos muchachos que comenzaron una historia con aquel grito de “¡Sacalapatalajá¡”. Regresé en imágenes borrosas a mi país de 1972 mientras paseaba por esa carretera española, solo como un fantasma.
Las tres partes de la novela se deslizaban pesadamente por las anécdotas que a mi edad había dejado en Valencia, en las celdas de la Navas Spínola, en las calles de la ciudad que me había acogido luego del destierro familiar. Y allí estaban los personajes, cansados, vivos, molestos con el tiempo de estas horas que se hacen arrugas y promueven el crimen en las calles.
Mi padre muerto. MOS Muerto. Ya no eran los mismos de aquella vez en El Sombrero, en Guárico, mientras Jorge Dáger se empinaba una cerveza para aminorar el calor. Eran otros días. Ahora, en esta ruta que me pudo empujar hacia Portugal, abro y cierro la novela y la vivo. Y a cuatro décadas de distancia de esa vez a punto de perder la adolescencia, regreso a esta altura y la sostengo en el recuerdo:
La Universidad, La montonera, Fiebre. Las tres vértebras de esta historia que MOS nos dejó como primera herencia. La ópera prima de quien luego volvería con otras páginas hasta su muerte.
3.-
Sueño muchas veces con ellos dos, con Miguel Otero y con mi padre. Los veo en El Tigre. Los sigo a pie, ambos gigantes, mientras en esta carretera de España me desangro y respiro varios días hospitalizado. Es sólo un sueño. Pero sí estuve en un hospital de Salamanca con una hemorragia que casi me condujo a la muerte. Ahora abro el libro, lo borro con los ojos cerrados. Veo muertos, heridos, presos. Veo el mapa de mi país en aquella obra de hace tantos años.
“Recuerdo apenas, entre brumas y tinieblas, que íbamos el viejo Wenceslao y yo, arrastrando los pies hinchados por una ladera. De repente saltaron de no sé dónde los soldados armados. Vi brillar como un pez la hoja de una bayoneta. Vislumbré un rostro mulato cruzado por una cicatriz. Después sentí el envión de un culatazo en la base del cráneo. Y un sabor de sangre, de mi propia sangre entre la boca”.
Cerré el libro. Sentía la hemorragia en el hueco de la encía. La sutura me apretaba la carne. La monjita que me atendía en el hospital me acariciaba la frente. Era muy joven y bella. Y me enamoré de sus ojos, de su mirada triste. Me desmayé y nunca más pude verla una vez regresé al mundo de los vivos, porque cuando se apagan los sentidos se pierde la vida por un tiempo. Y yo estuve muerto un día y más horas.
Cuando salí del hospital decidí dar este paseo con la novela de Otero Silva. Fiebre, la misma fiebre que sentía en aquellos años, la misma fiebre que hoy, ya a los 60 años de edad, siento en la sangre que corre en silencio por mis venas, la sangre de mi país.