Editorial

El editor VS III: el canon – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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El editor VS III: el canon

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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En términos coloquiales, el canon es un elemento de la narrativa que indica que un evento o pasaje de películas, videojuegos o la vida misma, forman parte de la historia oficial de dicha franquicia. Por eso, cuando se dice que tal evento es canon, quiere decir que se configura dentro de lo que se reconoce formalmente como lo real, lo correcto, lo aceptable. Y el concepto en la literatura es más o menos eso. Según la magullada RAE, el canon es: la regla o precepto, el catálogo, la regla de proporciones o acciones, el modelo de pensamiento ideal, etc. En resumen, el canon es aquello a lo que se aspira debiera convertirse o ser, y más cuando se habla de artes. Sin embargo, el primer problema se puede identificar en ese mismo elemento. El canon implica que alguien define lo que es o no es ideal, y, por tanto, lo que es o no, rechazable. La idea de un canon literario es atrevida, pero no puede ser menos que natural o desestimable.

Por definición propia, el canon se va construyendo día a día, pero las obras que se van sacralizando fueron muchas veces contrarias al canon establecido, tanto por necesidad del autor como de la juventud, la revolución o la exploración. Desde el mismo Quijote, el canon estaba en contra del cambio, de lo nuevo, porque implica a un grupo de viejitos ridículos considerándose en el pináculo de la experiencia humana. Y he allí el problema de hablar de eso. Naturalmente hay reglas, y más que nada, tradiciones de cómo hacer X o Z para determinado momento. Sin embargo, una atrevida W o una impensable C, no son inimaginables. El canon se construye destruyéndose a sí mismo, o, mejor dicho, a quienes buscan establecerlo de facto, unilateralmente y por sus caprichos. Pensar en la existencia de un canon es comenzar a dar el viejazo, a perder libertar, a agotarse lingüísticamente. La literatura se rejuvenece y cambia, se adapta a los lectores, porque ellos han de ser los autores del mañana, en el mismo ciclo. Admirar a un autor vetusto por sus modos, desdeñando al novato, que tiene en su sello recorrer la misma senda hasta ser vetusto, y un referente contra lo moderno.

Pero tampoco podemos vivir en desorden. El canon es un corte de caja dentro del tiempo, una manera de detener los siglos para ponderar lo que hay, lo que pensamos, a lo que aspiramos. El canon existe porque existe la experiencia humana, y, por tanto, es un reflejo socioeconómico, político e ideológico del momento. Allí es donde es más valiosa la idea de un canon, ya que nos permitirá estudiar el movimiento al futuro del estudio social. El canon ocurre por el mismo motivo que nuestros antepasados tuvieron la estomacal necesidad de plasmar sus manos en los muros de las cavernas, y nos ha de acompañar el día en que lancemos la primera misión espacial al espacio profundo. El canon es un elemento intangible de nuestro miedo a ser olvidados, a perder por un segundo el centro de atención de los dioses, a ser los protagonistas del todo. Y es en el espacio literario donde más inútil y útil es al mismo tiempo. El canon, las reglas, los modos, los buenos modales de lo que se escribe o no, dependen del fulano al frente de las instituciones, del corte moralino o extraño de la amante puesta en la secretaria, o inclusive del poco perceptivo aspirante a escribidor que hizo migas con el político correcto. Pero existe, y es en tanto algo positivo. Tanto porque retrata un elemento de nuestra historia, así como podemos derribarlo y echar por tierra lo sagrado en algún campo del quehacer humano.

Necesitamos conocer el canon, el que sea, pero también entenderlo, diseccionarlo, y abatirlo, para instaurar el nuestro propio, para rivalizar con él a los demás, y hacer que la experiencia humana se mofe de nuestra pobre visión al pensar que podemos sintetizar toda la experiencia humana a través de nuestras subjetividades, la mayor de las veces pobre y llena de contradicciones. El canon es una llamada desesperada por ganar seguidores, por hacer una tendencia y derrotar a la muerte. Pero queda como un ladrillo más en la infinita senda del hombre, rompiéndose en veredas, en construcciones tan alejadas del arquetipo o de lo esperable. Cada casa editorial, cada revista independiente, cada escritor y su pandilla son trascendentes y no, a la par que acontecen y ocurren, cada vez más como un verbo en pasado. Y es imposible escapar de la idea de generar o determinar un canon, una lista de que hay que leer, de lo que hay que ser antes de morir, como una guía de turismo o una colección de estampitas de Pannini. Lamentablemente, parece poco realista llegar a un acuerdo, a una síntesis lo suficientemente global, a una muestra del devenir y el porvenir, que sea suficiente como para poder aspirar a detener la existencia.

Como dice el dicho: el que esté libre de canon, que tire la primera letanía.

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