Editorial

Crónicas del Olvido – “ARCADA”: LEONARDO ALEZONES

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Crónicas del Olvido

“ARCADA”: LEONARDO ALEZONES

Alberto Hernández

1.-

Un arco simula una parábola, una elipsis. Es una línea curva capaz de trasladar una palabra y convertirla en invención, en un viaje. La permanente búsqueda del poema insta al poeta a porfiar hasta encontrar la Poesía, la curvatura que el espíritu le aporta a la voz, la que exhala quien imagina, quien va más allá de la palabra misma.

Parábola, elipsis, curva emocional, tránsito sonoro, la poesía se deshace de una definición. Son muchos los instantes para calificar lo que surge de los sueños, del misterio, de la luz o la sombra, del fluir de la conciencia.

Arcos, arcadas, elipsis múltiples para unir orillas. Arcadas, arcoíris, puente entre dos planos de la tierra. Planos verbales, puentes de voces. Signos en rotación, como decía Octavio Paz. Un puente de arcos permite el viaje de los significados, la sintaxis que habrá de motivar el poema. Conjetura, revelación, traslación, transmigración: todas las acepciones habitan en la poesía. Vertebración, unión de puntos: los versos se agitan en medio del ritmo arqueado de la lectura.

La mecánica del texto, su arboladura, su esqueleto, y entonces el poema. Y en su interior, la poesía. Muchas han sido las ocasiones para decir lo que se ha dicho acerca de la teoría, de la idea del poema y la poesía. Del verso y su ritmo, de su permanencia y musicalidad. Y tanteos académicos, deslizamientos, estudios. Y la poesía se resiste a ser manoseada, hurgada, desvirgada, definida, pues. Ella sigue allí, insistente en su libertad.

2.-

Todo lo anterior para abrir la puerta de “Arcada”, un poemario de Leonardo Alezones que se me negaba a ser en mí, hasta que me venció y pudimos entablar un diálogo en el que siempre gana la poesía. El lector suele ser un fisgón, más allá de las nomenclaturas que aducen manejar quienes favorecen más las teorías que la estética, esa damisela que suele afincarse contra quien escribe y se deja sentar en sus rodillas. Hasta ser injuriado por ella. Y que Rimbaud se quede en sus iluminados momentos.

El comienzo es muy personal, agresivo, admirativo:

“¡Cállate mente!/ cuerpo/ vamos a cantar la constancia/ a sus amables material// minimiza este ardor/ esta situación de estar horas/ mentando el blanco de esos ojos// ¿qué traen esos hombres acuestas/ como un murciélago?/ una presa para desollarnos”.

Una pregunta que atraviesa el texto, que arquea el sendero del poema. Y antes, la admiración. Cierra la afirmación para más adelante decir de él, de un “narrador” o sujeto ambivalente, reflejo:

“no reclamo para mí/ ser de tu amplitud/ ni de tu vicio// Simple tú/ árbol/ se mi desnudez.// todos cabemos en él”, en el árbol, en su fronda, en la curvatura del yo”.

3.-

Arco para flecha hacia el verso. Trayectoria de la imagen: el poema adiestra al lector. Pregunta para alimentar la fuente de su origen:

“¿quién pudiera como ciertos peces/ poseer el don de aparentar/ que somos las hojas muertas? // Soy un pollo/ y soy la espuma de un hombre ciego //…sin memoria de un tiempo”.

Y para continuar en la búsqueda del discurso que el tiempo esconde, la poesía se reviste del interior de quien habla, de quien se nombra en primera persona para la anulación:

“eres la savia/ que enciende/ a mis espaldas…Sólo hay un medio/ para la destrucción/ y soy yo”.

El sujeto hablado, trazado, dibujado por el poeta, no es la imagen de la naturaleza. Es un artilugio, un defecto que ambula. El hombre –ese que se resguarda para esconderse- se mutila, se rasga frente al silencio de su entorno:

“de la vida de un hombre/ rara vez nacerán grandes árboles/ manará un arroyo/ todo lo demuelen sus párpados/ está en un acecho// en una piedra preconcebida// el horno yace para nuestro descenso/ de hojas secas/ ¿quién sabe de tus deseos?/ o ¿quién las lee en tus manos abiertas?”.

4.-

¿Cuántos contenidos habría que revisar o contar para que sepamos que la poesía es una totalidad? El silencio, por ejemplo, ocupa todo el espacio del sonido. En su interior, en el de los sonidos, habita el silencio, un vacío: lugar propicio para que la poesía destaque sus demonios, sus ángeles votivos o la invisibilidad de quien la escribe o la lee.

Bestias, animales, verbos, sintaxis, ladridos, la noche. Todos los temas vitales, mortales, sanguíneos, cósmicos o terrenales. Y los más íntimos en la soledad de la escritura:

“ahora me preparo a aventar estos ladrillos/ contra el frío en los últimos/ son los perros los verdaderos y fieles maestros/ de la misericordia y el olvido”.

Un verso se sostiene mientras la mirada también sostiene la imagen del cielo. ¿Cuesta mucho disolver el deseo de darle a la poesía el sitio de su poética? Es decir, cuesta mucho saber que la poesía también es la nada, la inmensidad…: “no está la noche en demasía/ luminosa”.

De allí que: “pudiéramos de nuestra saliva/ ver cómo se crece el pan”.

Y la metáfora entre la floración de la “pomarrosa”:

“un murciélago es un pájaro con tetas”,

humor, irreverencia: el poema sonríe y vuela.

5.-

No deja de ser la anatomía, la conjugación de sus partes ese todo que desdice de su forma. Parte ajena o propia, la afirmación fija su ojo en lo inane, en lo probablemente poco interesante, lo mínimo, lo poco destacable. Todo se hace poema:

“un cuerpo es siempre un cuerpo extraño/ es tu casa un enano verde/ que rompe entre huevecillos”.

O la nostalgia, la memoria desde el ámbito de alguien que está o estuvo:

“en ti pude ver los labios de mi madre/ mi cráneo de ceniza/ leer los augurios (…) una constante es que la luz/ anticipa su sombra”.

Pregunta casi obligada desde la línea arqueada del texto, desde el mismo texto:

“¿qué real un poema es? / si merece un cuerpo para desmembrarse/una moneda es/ en su ecuación va destinado/ a echarse sobre el amor indefinidas veces…”.

6.-

Curva onírica, realidad oculta, puente levadizo: el verso se extiende mientras la conciencia inventada, recreada, emerge como verbo, palabra, sonidos, ladridos. Unos canes envuelven la presencia del texto y protagonizan.

El poema habla a pausas alargadas:

“pobre conejo en la arcada del sueño que traían los perros/ atornillada/ le construiré con un yesquero/ en contra/ para estar con dios/ pastando las mueles tan debajo”,

un guiño surreal, que se enlaza un poco más adelante con el deseo: “en tu aposento no estoy sólo para mirar”.

(UNA PAUSA: UN MICRO SOBRE UN POEMA:

Ella miraba la corriente. Y la corriente miraba su desnudez?)

Esto soñaba cuando Alezones llegó y tocó la puerta y se asomó a la orilla:

“el río se ha llevado mis ropas y mi incensario/ ahora ¿con qué quedaré de bendecir a los demonios?”

Y el relato, el “micro” que se afirma en los versos, justifica su lectura:

“Tengo 3 párpados y rezo en silencio: esta noche me bañaré sobre un río que nadie pudo maldecir”, y como el “sobre” indica un vuelo sobre la corriente, en “arte de silencio”, el poeta se presenta: “yo te pido mesura/ un llanto que sea tan sólo mío”.

Y la Mesura, parte orgánica del libro, menciona a Paul Celan sin mostrar su rostro, sólo su nombre y lo redime, lo referencia.

Se deshace de él y pregunta: “¿Qué piensa el trueno del silencio? (…) ¿Por quién yo retomo la cordura?”.

Arcos que enlazan un puente de interrogantes, corriente viva, pájaros, sapos, chivos, animales, clima sagrado, tormentas, el cielo, la superficie del agua…arcadas oníricas y, al final, el Angelus también con preguntas:

“¿quién de ellas aletea’”, dice de las voces.

“¿Con qué haré la música?”,

y las alas de un ángel cubren las respuestas, las palabras, el mismo puente, el silencio.

Cierro el libro.

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