Editorial
El editor VS IV: el editor – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
El editor VS IV: el editor
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Ya hablamos del autor y el lector, que son una de las principales velas que guían al editor a lo largo de su vida. Pero el editor mismo requiere adentrase en sí mismo para entender el fenómeno de la literatura. El papel tradicional del editor es, como sugiere inocentemente la palabra, editar, construir, adaptar una obra o sus fragmentos, en algo mayor, con coherencia, con claridad. Pero ello implica un riesgo grave, que es el papel del censor, del tomador de caprichos pasado por decisiones, del prestidigitador de voluntades. El editor toma un texto, lo arregla, lo encuadra, y permite que el mensaje llegue desde el autor al lector, idealmente. Pero también el editor puede atribuirse poderes factuales que no debiera, y rasgar, ensuciar, morder con sorna, una bella flor. Es un trabajo duro, lento, y confuso.
El principal problema del editor es presuponer que entiende la literatura, el mercado, y la conciencia universal del arte. El editor se adelanta al momento y pretende identificar los pensamientos de los lectores antes de que ellos mismos los tengan. Ese error tiene su precio. Más de una vez se ha citado la obra de la tan vapuleada J. K. Rowling, cuyo trabajo fue rechazado por nueve editoriales, lo que a la vista de hoy día puede asumirse como un error ridículo. El asunto es que alguien leyó, dictaminó, y descalificó su trabajo. El marcado y la sociedad tenían otros planes. Al parecer, el censor sabio, el apoderado cultural, el Juan Camanei de los libros, no siempre le atina. Porque el problema del editor es que no puede salir de sí mismo, no puede dejar de ser el lector que se construyó con cientos de libros, o el cretino inquisidor que a veces es. El editor puede pulir y dar esplendor, pero pocas veces perdura, salvo cuando lo puede hacer a lo grande.
El editor funge como el crítico, pero toma una decisión y se arriesga con base en sus opiniones, deseos y corazonadas. Por otra parte, también ha habido joyas que se han pulido o que se han recomendado para que vean la luz. Entonces el editor es gentil, amable, considerado. Ante todo, es un trabajo duro. El editor se tiene que enfrentar a sí mismo para descubrir si sus planteamientos son honestos o veladas tramas de la cólera. Pero también se enfrenta a sus colegas, a los del gremio, a los homies. Cuando se aprende a editar un texto uno cambia como lector y como escritor, pero también como testigo de lo que hacen otros editores. Se aprende a leer entre líneas, en los cortes extraños dentro de un párrafo, o en los parches de frases e historias. Entonces se pierde un poco de respeto por quienes hacen de su trabajo un mero mecanismo de triturar sueños para cobrar una renta, pero se gana el de quienes han visto más allá de su mesa de lecturas para complementar al mundo.
El trabajo del editor no es heroico, pero es necesario. Y eso basta. Como un plomero o un talabartero, se usa la técnica, las manos y las tendencias en materiales y doctrinas, con lo que debe ayudar a construir, ser duro o amigable según el caso, y el texto. Tiene que ser impersonal, neutro, y leer la obra por sí misma, desprendido de sus gustos, sus caprichos, sus obsesiones. Es evidente entonces que no se trata de saber todo, verlo todo, ser omnisciente. El trabajo de un editor o una casa editorial es el de formar un catálogo de posibilidades, una memoria de los hechos, la ofrenda de la inteligencias. Y lo hace según sus intereses o las formas del corazón que se vislumbran. Las editoriales y los editores tienen su corazoncito, y es por ello por lo que se construyen nichos, se adoptan realidades, se alimenta el futuro con palabras finamente elegidas.
El editor es humano, con todos los rasgos tibios, necios y rencorosos que alimentan a la humanidad. Y a veces también con su aliento despierto, que se condensa en la madrugada para develar un mensaje dejado mucho tiempo atrás hacia el porvenir. El trabajo del editor es el de mediar entre quienes hablan y quienes escuchan, el de poner a su alcance una voz que sea distinguible, un manjar apropiado para los comensales que se asoman de vez en cuando en su menú. Y es necesario, ya que muy pocos escritores son tan concienzudos de vigilar la obra, sus modelos y esquemas, las palabras exactas, los conceptos, la puntuación, el aliento y espíritu de un trabajo técnico o literario. El editor asiste al maestro artesano, y lo ancla a la realidad, lo devuelve a la funcionalidad del lenguaje para contribuir a la felicidad del lector que espera en lo salvaje de la red. No se me ocurre ningún motivo para que alguien quiera ser editor sino es por el gozo de construir libros, de que otros alcancen el sueño propio, y que cada pequeño objeto de papel o digital se levanten en sus propias piernas antes de saltar hacia adelante.