Editorial

La llama y la vergüenza – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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La llama y la vergüenza

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Tardé casi dos años y medio (no dedicado al 100%) en ganarle al jefe ‘El rey sin nombre (The Nameless King)’, del videojuego Dark Souls III. No escribo esto sin cierta vergüenza. Pero hay tres motivos por los que me parece un tema del que vale la pena escribir un tanto. En primera instancia, el mundo de los videojuegos ha evolucionado de manera vertiginosa en las últimas tres décadas, hasta el punto de que ya hay obras que se consideran una expresión de las modernas bellas artes. Aunque todo comenzó con un pixel dando saltos en una pantallita, en la actualidad hay historias que se han ganado el derecho de ser consideradas como obras maestras. La polémica es sencilla: ¿cómo se podría considerar a los videojuegos como una bella arte? Simple, para todos los Boomers con entrecejo: porque al igual que le ocurrió al cine, el mundo de los videojuegos conjuga una historia (lore), un ambiente (música, diseño de niveles, etc.) y la experiencia del jugador, para convertirse en un proceso cognitivo donde se involucra el espectador con lo planeado por los autores de crear dicho videojuego. Es simple.

La saga Dark Souls es conocida en el mundo de la chaviza por ser un retorno a lo difícil, a lo no condescendiente con el jugador, donde se castiga la ineptitud, la imprudencia, la zozobra. Bastante se ha escrito ya en la prensa especializada, y hay cantidad de opiniones y documentales al respecto. Pero hay otro aspecto por lo que este nuevo género de videojuegos (lo que se ha transformado) es considerado tan interesante: por el efecto que tiene en el jugador, el efecto psicológico, específicamente. La historia es elegantemente simple: en un mundo estático surge la disparidad ocasionada por el poder, la vida, el cambio, que es representada por el fuego, o la primera llama; y hay dragones, magia, armaduras medievales y monstruos enormes. De ahí, la carrera de cada personaje por ir contra el universo para perpetuar su deseo de lo que debe ser el mundo va a provocar su propia agonía, el consumirse, el destruir el futuro por mantener el pasado. Así, tras las llamas sólo quedaran las cenizas, lo inmóvil, lo destruido. Es inevitable, dice la historia con crueldad, nadie puede evitarlo. La historia central del videojuego es lo inamovible del destino, lo fútil de luchar contra él, y el necesario reconocimiento de lo que nos derrota. Así, dentro de su mundo, cada personaje va perdiendo su humanidad (literalmente) conforme su anhelo se agota, hasta volverse un ser “hueco” que ya no tiene esperanza (como un muerto viviente, un cuerpo sin voluntad), que ya no desea nada, que se ha rendido en absoluto. El propio jugador se convierte en parte de ese universo al salir victorioso (tras mucho esfuerzo) o rendirse, quedando sus personajes estáticos, rotos en ese mundo acabado donde no le queda nada. Lo que ha hecho de la historia una genuina obra de arte es esa capacidad de llevar la experiencia a la mente del jugador, que es lo mismo que hace la literatura, pero con la diferencia que de que no es sólo un universo inmersivo, sino que involucra al espectador en las decisiones y procesos que llevaran a término la historia, lo somete a ciertas presiones, y toma parte de sus pensamientos y vida para mezclarlo con la experiencia de juego hasta el final.

El tema, sin embargo, es otro. Tras varios intentos, quizá más de los que mi versión más joven hubiera necesitado, pude derrotar al oponente más difícil de la saga, el Rey sin nombre. Accedí al podio encantador de las estadísticas del 20% de los jugadores globales que han alcanzado ese logro (que son millones). El mayor placer no es ufanarse con la vitoria, sino haber completado el juego al 100%, sin rendirse, poder reclamar el derecho de decir terminada la saga completa. Y es un mérito mediocre, tanto por el tiempo o la forma, pero es un logro personal. Y es que muchas veces la vida se llena de esos pequeños logros que a los demás les parecen irrelevantes (y tal vez lo sean), donde cada uno de nosotros nos comprometemos con un ideal del mundo, sus fragmentos entre acciones y actividades, entre amigos, en el revolver de todo lo que tenemos como parte de nosotros (música, comida, deportes, chisme, trabajo, etc.). Terminar con algo hace recordar el tiempo y esfuerzo que ha necesitado, y de alguna manera habla de cómo afrontamos la vida. Sí, estoy hablando de un videojuego como si fuera una gran experiencia de vida, como construir una casa o pelear en una guerra, pero hay una razón muy poderosa en ello. Y es que no sabemos muchas veces aquello a lo que dedicamos la vida, y lo que significa para cada uno de nosotros, según las diferentes capacidades que tenemos. Para usted, querido lector, le parecerá una barrabasada que considere esto un tema importante. Al igual que puedo yo desestimar al joven que llega a alguna competencia tras salir de la miseria, al adulto que publica una obra tras cientos de rechazos, o la mujer que reconstruye su vida con todas las opiniones en contra. Cada uno de nosotros trata de volverse no el mejor, sino lo suficientemente bueno, en lo que nos gusta o necesitamos. De eso va este comentario, de compartir y entender que no es el formato, pero sí la experiencia, para darle un sentido a lo que podremos tener. Sí, me causa alegría haberle ganado a un ser virtual en algo que no me dará ni reconocimiento ni remuneración, pero es la misma alegría que cuando publiqué mi primer libro, que cuando gané mi primer premio literario, que cuando aprobé el examen de grado, que cuando supe que tendría una hija, o cada vez que tuve que pasar por algo que me fue difícil, y que ahora una vez hecho me parece tan natural, casi tan evidente. Me causa alegría porque es algo que pude hacer por mí mismo, que no fue sencillo. La llama se apagará, sí, es inevitable, pero cada uno de nosotros lucha esas pequeñas batallas por la lucidez, y con la constancia suficiente, a veces las gana.

Y también lo quería presumir, obvio.

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