Editorial
Mariel Turrent – Padecimientos literarios y otras afecciones
Mariel Turrent
Padecimientos literarios y otras afecciones
Ensueño de infancia
Aunque aún lejano, lo sentía venir. La velocidad a la que viajaba era muy alta y levantaba un remolino compuesto por partículas de temor que mi cuerpo comenzaba a absorber rápidamente. Era una masa multiforme y se moldeaba con mi energía, transformándose en cualquier espectro abominable que mi imaginación pudiera crear. La veía cada vez más cerca y, a medida que pasaba el tiempo, se iba apoderaba de mí.
Pavor llamé a ese huracán onírico formado por un líquido de miedo que giraba volviéndose más y más espeso. De pronto me daba cuenta de que había inundado el jardín de la casa de Chachalacas de mi abuela, y la hiedra que forraba sus cuatro paredes hacía caer una hoja que empezaba a girar en el centro del remolino, ahora rápido, ahora lento, debido a su cada vez más sólida consistencia. Yo sentada sobre la hoja, empapada de ese mismo líquido, paralizada, sentía la amenaza de ser deglutida, sin poder evitarlo pues continuaba inmersa en ese eterno movimiento circular lento, desesperante, sin posibilidad de escape. Cuando se hacía de noche, la masa se volvía oscuridad. Su multiforme apariencia comenzaba a perseguirme. No podía abrir los ojos. No podía ver el camino. Aunque me esforzaba para gritar, tampoco lograba hacerlo. Sentía sus húmedas garras rozando mis tobillos. Trataba de liberarme, pero no veía, no veía nada. Por eso no tardaba mucho en alcanzarme y entrar en mí. Se volvía amo y señor de mi imaginación, materializando cada espectro que esta creaba, mientras yo, me quedaba escondida siempre con los ojos bien abiertos —aunque ciegos—, con el oído muy atento a cualquier ruido, a cualquier movimiento.
Como sabía muy bien que eso que tanto me asustaba estaba dentro de mi cuerpo, me decidía a abrir. No se me ocurría otra manera de sacarlo, así que, a tientas, caminaba hacia la cocina sintiendo los escalones aparecer y desaparecer, las paredes interponerse, los muebles golpearme las espinillas hasta que llegaba y abría todos los cajones encontraba un cuchillo y, una vez que lo tenía en la mano, sin pensarlo, me apuñalaba el estómago a fin de extraer eso que traía dentro. Caía al suelo conmocionada. De no haber sido por aquel sudor que comenzaba a escurrir de mi cuerpo e invariablemente me despertaba de mi mortal pesadilla, no sé cuántas veces habría muerto ahí, desangrada en el piso blanco de esa cocina.