Editorial
Los amores que he dejado ir VI, Merari – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Los amores que he dejado ir VI, Merari
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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“Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido” escribió el defenestrado poeta de las américas, Ricardo Neftalí Reyes, mejor conocido como Pablo Neruda. Conforme nos acercamos a la recta final, la nostalgia se columpia caprichosamente por los andamios oscuros de la memoria. Si algo ha de quedar de cada uno de nosotros, eso ha de ser el crepúsculo de las ideas, de los pequeños grandes momentos que vivimos, de los intentos que cristalizaron en una u otra hazaña. Sin embargo, también se han de quedar dentro de los huesos los ecos de lo que fuimos construyendo cada día a la vez. A ella la conocí en la mocedad, la dulce Secundaria, por caprichos de la casualidad. Tenía, y seguramente ha de conservar, esa sonrisa calmada que desnudaba el pecho junto con la luz, con los enormes ojos oscuros desde los que adivinaba el juego de pretenderse adultos en miniatura en el preludio de la futura adultez. Mujer mulata, siempre peinada a la perfección con laca y una ancha cola de caballo, con los labios gruesos y la voz consistente a su dulzura, aunque no podía pronunciar algunas palabras con la doble ‘r’; lo que más que un imperfecto era una característica inconfundible de su amabilidad.
Su nombre auguraba la maldición desde el ensayado melodrama, ya que recuerdo que ella misma afirmaba que su nombre significaba “amargura”, y que era de carácter bíblico, lo que me parecía un poco chocante al ser ella la encantadora jovencita de la butaca de enfrente; prefiero invocar la acepción en arameo que la define como ‘agua dulce’, también bíblica, y también una matriarca de la sensatez. Fue la primera chica a la que le pedí que fuera mi novia, justo a finales de los años noventa, una época más sensata para aprender sobre las afiladas espinas de las rosas que de la moda. Y ella aceptó, un par de veces. No éramos más que unos niños que ni siquiera sabían lo que un verdadero noviazgo significa, pero que se dejaban guiar por los arquetipos del romance televisivo y la revista rosa. Quizá ella comprendía un poco más que todo era un ensayo, por lo que poco duraba cada aventura a la que ella accedía con un poco de gracia. Estuvimos en una danza de días, horas y quizá alguna vez, poco más de una semana, antes de ingresar a una calma incómoda donde nada ocurría. Solía comprarle una rosa por las tardes para entregársela a la mañana siguiente, durante el pequeño universo de las clases cotidianas. Por algún motivo, uno se da el gusto de ser ridículo a esa edad sin mayor pesar. También le escribí cartas (melosas y torpes), le hice algunos dibujos (que entonces me parecían como más que aceptables), y dejaba que comenzaran a florecer las primeras pinceladas de versos en un enorme desorden y escasa técnica. Espero que no haya conservado ni una sola pieza de aquello, ya que la vergüenza sería mucha.
Recuerdo también que me gustaba mucho, y que al tenerla sentada frente a mí las oportunidades de platicar con ella se multiplicaban, de extraviar la pena y alcanzar alguna excusa para cruzar las miradas. Algo había de amistad, algo de consuelo, de búsqueda (no sé de qué), de ensoñación, con sus labios carnosos y sus gentiles palabras puestas en cada saludo. Los primeros amores son imperfectos, pero se quedan muy guardados en la memoria. A tantos años de distancia, su rostro se mantiene fijo en una habitación reservada para las anchas aventuras de las primeras veces, esos intentos de novato. Ella fue el primer intento de pareja, o mejor dicho, el primer simulacro para encaminarse a una primera novia, que llegaría poco tiempo después, ya con un poco más de experiencia, y una carta del destino que no entendería hasta vividas unas décadas. También aprendí lo que era el capricho, el deseo de salirse con la suya con apoyo de fuerzas más allá de uno mismo, así como tratar de ganarse su favor de varias promesas y pintorescas maneras; para desilusionarse, más que nada de la banalidad de uno mismo. Naturalmente aquello fue un desastre, ya que todo lo que conocía sobre el amor venía de las películas que había visto hasta entonces, por lo que era poco útil en la práctica. Lo que sí fue real, y no recuerdo el motivo exacto, es que dejamos de hablar en algún punto. La separación fue un primer paso al abismo del melodrama personal, un tanto alimentado de igual manera por lo romancesco, la inexperiencia sobre las relaciones con otras personas, así como la infantil necesidad de tomar lo que uno quiere o llorar si no funciona. Quizá esta mujer fuer la verdadera causa de enfilarme a la literatura para darle un mayor esplendor a la autocompasión.
El recuerdo de esa manera de experimentar a la brevedad la estructura de una relación moderna es consistente con lo esperado, ya que apenas se ven atisbos de metodología, de vocación, de nuevas experiencias que nos han de abrir los ojos. En este caso, un torpe pero tierno romance de adolescentes reduce el Romeo y Julieta a un paralelo extrapolado de la neurosis de buscar al otro, con el amplio espectro que reivindica a esa versión tan torpe para identificar que nada se perdía en absoluto en aceptar una negativa en lugar de sacrificar una amistad; pero a veces puede más el ego y la inexperiencia.