Editorial

Crónicas del Olvido – Háblase de locos, poetas, dráculas y hombres lobos

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Crónicas del Olvido

Háblase de locos, poetas, dráculas y hombres lobos

LUNARIO

Alberto Hernández

1.-

La luna de estos días es un reflejo en el agua de un ojo. De las estrellas, la espera para verlas cuando la tormenta deje de enumerar su alfabeto de gotas. La luna tiene prontuario en el lado oscuro de su permanencia. La luna es un invento de la tierra. Como flota sobre nuestras cabezas, amaga muchas veces con caernos encima. La detienen las copas más altas de los árboles y el canto exagerado de algunos pájaros. De lo contrario, hace siglos seríamos lunáticos, habitantes de desiertos sin aire.

Los terrícolas solemos mirarla con ojos incrédulos. Pese a los siglos de estar allá arriba, se nos hace difícil entenderla, saberla parte nuestra y a tanta distancia. Muchos dicen que es el cementerio de almas que no tienen cabida en las sombras de la tierra. Otros, que se trata de todos los ojos aumentados de los insectos de otros mundos.

La luna –motivo para poetas y lobos- es el globo de un niño de otra galaxia. Y aunque parezca infantil y falto de seriedad, es simplemente el satélite de nuestro planeta, éste que tenemos como juguete para destrozarlo. Pero así es la cuenta, la que toleramos a la hora de sabernos en la noche y mirar cuanta luna se nos atraviesa.

2.-

No se puede desairar a la luna. Su ojo abierto, el que nos mira sin cesar aun apagado, alimenta la sombra, la hincha, la hace correr hacia nosotros. Vivir de luna es un misterio. Vivir contra ella es una verdad científica: no nombrarla, silencia a quien la olvida. La luna jamás ha existido: es un reflejo de nuestros deseos. Quien crea en ella muere bajo su disco sin conocer el camino que habrá de recorrer. La luna es la mirada de un gato a punto de reventar. La luna pasta al lado de una vaca. Muerde con holgura el agua que lava los bordes de las madrugadas.

Si alguien intenta salirse del poema, la luna le amarga la vida. Su horario, de particular templanza, bate las hojas de los libros y bota las letras. Sin embargo, saberla en la ventana es como desentenderse, nombrarla sin mucho ánimo, revolverle el cabello.

Pero la luna, insiste quien la toca, es un trozo de queso iluminado en la nevera. Es fría, calculadora, lujuriosa, perversa, única. Es sólo luna, y quien es luna, favorece la noche, el impulso de flotar en la sangre galáctica.

3.-

¿Para qué sirve la luna? ¿Con qué se comen sus manchas y mares de arena? Caben otras preguntas: ¿quién la invitó a permanecer sobre nuestros techos? ¿por qué nos espía? De no existir en nuestro cielo, otro la habría puesto sobre la ciudad menos bulliciosa. Pero, nada, la tenemos, nos lleva a todos lados, de noche y de día. Nuestros ojos la atisban y ella se pega del camino que pisamos. Y su luz nos estira en sombra contra el suelo.

La luna nos hace varias caras. Los mares saben de sus efectos. ¿Cuándo la luna es nueva o llena  si desde hace siglos nos enseña parte de su acné? ¿Por qué menguante si nunca se acaba? ¿Y creciente, si sabemos que es del mismo tamaño desde que alguien la pegó del infinito con saliva eterna de algún unicornio enfermo?

La luna y su álbum: quien escribe acerca de su permanencia no es más un loco, un lunático, un ido de la tierra. Los que la adoran aúllan y se comen a sus críos. La licantropía nació en la luna con un lobo en los brazos.

La lluvia que la oculta es cómplice de sus desafueros. Que lo digan los asaltantes de camino.

4.-

Un eclipse de luna revela la cara oculta de quienes lo ven. O tratan de verlo. La luna siempre está allí, apagada, sin luz. Nunca ha tenido luz propia: es parasitaria, confiscatoria. La luna vive de luz robada. O prestada. Por eso cuando llega un eclipse, nadie debe asombrarse. Sin el sol la luna no existe. No es nadie. Pobres enamorados, se quedarían con el sol, quemados.

Un eclipse asoma la verdadera cara de la luna. Y si es el sol quien trata de ocultarla, la señora Luna (¿será señorita?) se rebela. Se pone arisca, trata de evadir el cuerpo caliente de su lejano amante. Los dislocados o, mejor, los descocados, asumen que la luna no es más que reflejo, un pedazo de luz prestada, un instante del sol. Pero se equivocan: no hay nada más verdadero que la luna. Que le pregunte al Hombre Lobo, a al Conde Drácula, a los Lunáticos (los locos, pues). Que le pregunten a la savia de los árboles. Al geotropismo negativo. A la piel de algunas doncellas. A la lengua viperina de magos y brujos, tan volcánicos que le tienen miedo al día.

De modo que la Luna es muy poderosa. Alberga nuestras emociones. Hace que veamos el atardecer y el amanecer. Que nos desatemos y volquemos la angustia sobre su inmensa superficie plena de acné juvenil. Pese a que tienes dos caras, la Luna no es hipócrita como algunos que la invocan y le cantan. Quedan por allí algunos poetas tan lunáticos que la odian, la rechazan o la convierten en pésimos versos.

La Luna sirve de mucho: está allí, latente, flotando sobre nuestras cabezas. A diario, de noche, ella nos mira y se hace la loca, para que nos pongamos más orates de lo que estamos, porque hay que decirlo con todas las letras: Gracias a la Luna la locura se aleja, se anuncia y se despide. Ojalá que siga actuando y nos premie con la claridad de su silencio. Porque para locos, los achicharrados por el Sol de este trópico demente.

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