Editorial

Hasta el amor acaba – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Hasta el amor acaba

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir

 

Sentencias las más antiguas historias, que todo ha de llegar a su fin. Es una regla en nuestro universo, una verdad innegable e inevitable. El fin es una certeza que yace dentro de la realidad. El final de la vereda, la carbonización de pabilo, la grieta en la hoja de metal. Y nada de lo humano puede escapar de los designios de la física, dios mecánico a lo Spinoza que nos observa silente. También lo adelantaba el poeta del pueblo, el cantante José José, cuando entre dolorosos graves sentenciaba: “hasta el amor acaba”. Quizá no sea lo que se acaba propiamente el amor, pero sí sus motivos, la gasolina que se inyecta en la novedad, los gestos que decoran la pasión, la paciencia misma con que se toman de manera alegre pequeñas acciones antes de desgastarse en la pereza o la rabia. El amor, indudablemente, termina. El sueño ideal es la muerte, dejar que una fina membrana de sueño se coloque entre los párpados y descender a la nada, mientras una figura menguada continua de pie en la desolación de continuar. Quien se queda es quien se sacrifica por el amor, quien perdura en los recuerdos para cargar a cuestas un fino dolor de dejar ir a la otra persona.

De otras formas menos idealizadas, lo que terminan son las costumbres, las horas de esperar por ese otro, la calma de un comentario o la fuerza para realizar la rutina en sus mismos goznes. Terminan las horas de diálogo porque las palabras de desgastan. Hay verdades a medias, hay impresiones sobre las sombras que no son las mismas vistas a través de todos los ojos, y una gotera que va dibujando un nuevo mapa mineral a lo largo de los muebles. No es que se termine el amor, sino que como un oscuro aceite se va de largo por las hendiduras, sigue tierra adentro en nuevos cauces o eras. Los amorosos no se quiebran, sino que se terminan de fastidiar y deciden seguir sus caminos. No es sencillo, pero es lo que hay. Invoco también al viejo del río, ya que quienes se enamoran no son los mismos que se aman, porque tanto ellos mismos no son idénticos a su recuerdo anterior, así como el amor no es el mismo por la mañana que por la tarde. El amor es una evolución continua de eventos, casualidades y detalles. Puede crecer, puede madurar como un fruto dulce, o se industrializa, se vuelve una decoración apenas significante en el plato de la mesa, o se pudre por accidente antes de comenzar a degradarse. Sólo sigue las condiciones de conservación a la que es expuesto, por dos bandas.

Los demás somos testigos mudos del cambio, espectadores que apenas dan cuenta de las magnitudes una vez que son insalvables, kilométricas, sustancialmente envenenadas. Sufrimos el amor interno en nuestras tramas, y con heroica o patética soltura lo sobrellevamos. Pero también cargamos con el amor de otros, sus esperanzas y deseos, que son una reverberación de los nuestros, expuestos a otra lámpara para perfeccionar el voyerismo emocional que atribuimos en nuestros semejantes; lo que no quiere decir que no sea genuina la preocupación o interés por su felicidad. El amor acaba, repito como un estribillo o sentencia, como una voz gruesa en la noche que hace evidente la entropía del carácter humano. Pero quizá no acaba, sino que se mueve de sitio, trasmuta el envase en el que se guarda lejos del sol, es tomado por peatones desconocidos o se regala en un baratillo por necesidad de sanidad mental. No hay una verdad única cuando hay más de una persona que se involucra en el testimonio de un fenómeno, por lo que es poco útil apoyar una causa u otra; y los mirones somos de palo, reza la sabiduría popular.

No nos gusta el cambio, nunca nos han preparado para eso, ni frecuentamos los cursos apropiados para generar la resiliencia que mejor nos caería en el momento. Nos vemos arrastrados a aceptar que algo sucede, que así terminan los procesos, o que las formas del agua adoptan las posibilidades de la tierra por donde escurren. El amor, esa rara ave de la costumbre, acaba, y se marcha. Como las oscuras golondrinas del poeta, que quizá un día se vuelvan a colgar de los balcones, o quizá encuentren nuevas casas a las cuales visitar, o las aniquile el invierno o la rutina, o sigan de largo en búsqueda del verano perpetuo, o en encierren dentro de sus plumas para aguardar la tormenta. Hasta el amor acaba, repite el viento. El luto de esas bifurcaciones nos acompaña, el canto de las piezas rotas de la campana que resuena por delante. Los amorosos, reformados de esa resaca amarga, juntan sus cartas y vuelven a la mesa, en búsqueda de lo que necesitan para ser felices. Quizá viajar, recuperar el tiempo, conocer nuevas fronteras en el lino de otras camas, buscar la divinidad o la comedia en el arte, o simplemente escoger el silencio en un celibato emocional donde se quitan del pecho las huellas de promesas hechas a tan temprana edad, muy jóvenes, muy ingenuos. No debiera se terrible saber esa verdad fundamental, ni tenerlo como una profecía que rebosa en cada copa con que brindamos la fortuna de andar la vida de par en par, o a veces, en compactas multitudes.

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