Editorial

Mariel Turrent – Divagaciones entre una frase y mi irrealidad

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Mariel Turrent

Divagaciones entre una frase y mi irrealidad


 

3 Censura

“<<¿Cree que hubiera sido mejor no conocer la profecía del señor Honda?>>. El teniente Mamiya permaneció en silencio unos instantes. Después me miró fijamente. << Quizá sí. Quizás el señor Honda no debiera habérmelo dicho nunca. Quizás yo no debiera haberlo escuchado…>> ”.

Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, H. Murakami

 

Recientemente hablando con Naief Yehya, experto en pornografía y culturas, (recomiendo su libro Pornografía: obsesión sexual y tecnología, 2012 Tusquets ensayo) hemos tocado el tema de la censura. Y al leer este párrafo de Murakami, recordé el tema aunque nada tenía que ver con la pornografía: en su Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, el señor Honda le dice al teniente Mamiya en un episodio crucial de la guerra, que esa noche no moriría y eso lo hace aferrarse a la vida. Sin embargo, en el otoño de su existencia, Mamiya asegura que nunca debió haberlo escuchado, que como le dijo el mismo señor Honda “el destino es algo que se debe mirar volviéndose hacia atrás, no algo que debe saberse de antemano”. La censura debería consistir precisamente en eso, en no saber cosas antes de tiempo. Sin embargo, el término abarca también otras cuestiones que me hacen divagar. Si me censuran: tengo un sentimiento de pérdida de la libertad, una sensación de clausura, de ahogo. Si yo censuro: pido respeto, protejo y me protejo, evitó, preveo. La censura es el fósforo que enciende la curiosidad y la armadura que protege la inocencia. Y para relacionarla con el tema de la pornografía que Naief Yehya propone, yo escribo el siguiente relato porque así me explico mejor:

 

Censura

A pesar de que mis padres la tenían bajo llave, mis hermanos, que en ese entonces pisaban la frontera de la mayoría de edad, la habían visto a escondidas. Hablaban de esta excitados, con gritos y risas ansiosas, y me sacaban del cuarto para que yo no escuchara.

Un día, me dejaron solo en casa y vi la película. Cuando llegó mi madre pensó que me había intoxicado y por eso estaba tan descompuesto el estómago. Durante varias noches me costó conciliar el sueño. Una y otra vez venían a mí las grotescas escenas de aquello que jamás había siquiera sospechado que existiera, acompañadas de la cantaleta con la que el director, perversamente, las había relacionado.

Después de tantos años, todavía siento nauseas cuando escucho la tonadita, o cuando huelo la manzanilla con que mi madre intentó curarme aquella noche.

Mi hermana, que es diez años mayor que yo, ahora dice que aquella película la instruyó, le abrió los ojos y le enseñó lo que mis padres jamás. Mi hermano se carcajea eufórico con el recuerdo. Yo me quedo callado aguantándome la arcada para no decir de qué manera me envenenó.

 

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