Editorial
Las eternas perdedoras I – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Las eternas perdedoras I
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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La mitad de la población en el país son mujeres. Y cómo dice la canción, aquí no hay novedad. Cerca de 12 millones de personas viven en el entorno rural, y casi el 60% de ellas son mujeres. Ajá. De esas, poco más de la mitad son mujeres indígenas, sobre todo en el sureste del país. Eso tampoco es novedad. Sin embargo, lo que sí es de resaltarse es que los datos muestran que esas mujeres indígenas rurales se encuentran en las unidades de producción más limitadas, y por tanto con mayor pobreza. Es decir, hay mujeres, hay mujeres rurales en México, y especialmente mujeres indígenas rurales, y son las últimas las que más pobreza afrontan. ¿Qué es la pobreza? En México la definimos como la incapacidad de poder solventar los bienes y servicios mínimos en el desarrollo humano en seis dimensiones: alimentación, educación, seguridad, vivienda, vestido y económica (más o menos simplificando el asunto). Si bien todos los casos son importantes, y reconociendo que el papel de la mujer es más vulnerable que el de sus pares masculinos (lo que no es ni más noble ni menos preocupante), son especialmente las mujeres indígenas las que deberían preocuparnos primordialmente.
La abogada Kimberlee Crenshaw hizo mucho ruido por allá del siglo pasado cuando acuño el concepto de interseccionalidad, que ha sido adoptado en el feminismo y las ciencias sociales. Y hay una buena razón para ello. Crenshaw representó a un par de mujeres afroamericanas que estaban siendo particularmente discriminadas, a su juicio, y que enfrentaban situaciones particulares de inseguridad por ser quienes eran. Perdió los casos, ya que la blanca bancada del sistema judicial estadounidense desestimó sus alegatos. Sin embargo, el tiempo le ha dado mayor relevancia a sus consideraciones. Ella afirmaba que sus clientas eran discriminadas por ser afroamericanas, y también por ser mujeres. El juez a cargo del primer caso probó que ni los Afroamericanos ni las mujeres estaban siendo minimizadas en la empresa en cuestión, ya que a ambos se les contrataba por igual y tenían prestaciones relativamente dignas según la época. Razón no le faltaba. Los argumentos de Crenshaw eran que, aunque eso era cierto, había una enorme mancha gris donde caían las mujeres afroamericanas, que brillaban por su ausencia en ese caso. Perdió los casos, ya que, en la visión de la época, ni las mujeres ni los afroamericanos estaban siento taaan violentados, por lo que era pasable y desestimable su demanda.
Lo que aprendimos después es que Kimberlee tenía algo de razón, ya que ese subconjunto de la población si mostraba una amplia diferencia respecto a las demás. Se trata de estadística, pero también de empatía. Al hablar de interseccionalidad no se debe perder de vista que no son sólo las líneas generales de los fenómenos, sino las pequeñas hebras que sobresalen. Claro, lo general tiene un peso mayor debido a que afecta a más personas, como el machismo o el racismo. Sin embargo, cuando se es parte de esas minorías que suman afrentas, puede que las condiciones cambien. Después de este rodeo monumental, es donde las mujeres indígenas rurales deberían llamar nuestra atención. Claro, el progreso de los derechos de las mujeres es tangible, al igual que de los indígenas en general. Pero poco parece impresionarnos lo que dicen las estadísticas de que casi todo un subgrupo social enfrenta hambre. Las eternas perdedoras, tanto por sus características, como por su conjugación, son esas mujeres en una ruralidad violenta, fragmentada, y poco redituable tanto económica como políticamente.
Estas mujeres se encuentran en las comunidades más pobres, en familias de poca educación, con prevalencia de violencia, enfermedades y hambre, y son además las responsables de cubrir con sus labores domésticas, trabajar y no ser sujetas ni de derechos (por las tradiciones o cultura) ni de los apoyos (por no ser sujetas de derecho según las reglas de operación). Estas grandes perdedoras continúan en el extremo más alejado de la curva normal de la miseria, acumulando el peso relativo de la falta de educación, de la falta de oportunidades, de desconocer sus derechos mínimos (ya que son poco menos que el ganado según parece), y al final, de importarnos lo menos posible en la escala social, ya que, pues, son mujeres sin tierra, sin educación, y sin destino. Sólo no olvidemos que son millones de personas (y sus hijos), quienes cargan con el yugo de la desesperación, que cuidadosamente nos encargamos de no mirar. No falta saber que hay un problema, sino entender lo complicado que es abordarlo, ya que, si hay eternas perdedoras, también hay perdedores, y en esa telaraña de dolor, las ondas se van multiplicando en cada paso que se dé. A veces las buenas intenciones hacen más daño que la crueldad directa, y es algo que debemos prepararnos a afrontar.