Editorial
La aterradora soledad de morir en pandemia – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
La aterradora soledad de morir en pandemia
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
Fb: Ediciones Ave Azul Twitter: @adairzv YT: Ediciones Ave Azul Ig: Adarkir
Regresando al pesado rosario del coviterio, una de las reflexiones cotidianas, o mejor dicho, de las historias más frecuentes, es la de las personas mayores que pasaron sus últimos momentos en un hospital. Y es un tema particularmente interesante, y doloroso. Sabemos desde un inicio que hemos llegado al mundo, solos, que creceremos y tendremos cientos de experiencias en las que habremos de estar solos, y que inevitablemente el último de nuestros respiros también nos encontrara en completa soledad. No hay excepción. Porque quizá alguien pueda tener a sus seres queridos, o incluso algún buen samaritano que esté presente en aquellos momentos, pero la verdad es que nadie nos puede acompañar en la recta final de nuestros días. Caminamos hacia lo desconocido sin mayor consuelo que nuestros pensamientos. Tal vez alguna persona tenga la fortuna de transitar inconsciente, como en un sueño que se disipa, aunque nadie nos puede dar testimonio de que tal paz ocurra. Volvamos al origen: una persona entra en un hostil edificio lleno de caras largas, y no sale de allí.
Por compasión humana, cuando menos, el algo de lo que vale la pena hablar un poco. A nadie nos gusta estar fuera de nuestros hábitats, esas rutinas y habitaciones que hemos construido en el tiempo, y en las que nos refugiamos como fortalezas ante cualquier adversidad. Somos lo que nos hemos hecho de nosotros mismos, y cada fotografía, recuerdo o trapo, nos ancla a nuestra vida presente. Acumulamos por necesidad, ya sea religiosa, emotiva o desesperada. Por eso el estar en aquellos espacios tan poco nuestros es desbastador. No hay lugar como el hogar, dice la frase de aquella mítica película estadounidense, y no se equivoca en absoluto, ya que sólo nuestros espacios nos completan y dan tranquilidad. Incluso la desgracia es más tolerable si llega a nuestros espacios, donde habremos de sobrellevarla con cierta dignidad. Caso contrario, el estar dentro de una habitación individual o multitudinaria, con ruidos constantes, con el ajetreo de pasos, y la rudeza que imprime incluso en las más amables personas el trato constante con el dolor y la muerte, nos cala profundamente.
Con la pandemia de nuestra época hemos visto partir a muchas personas, y vemos lo que queda detrás de ellas, la memoria, la sorpresa, la desilusión de lo que iba a ser el futuro. Tenemos, forzosamente, que detenernos un momento a pensar más allá de lo evidente, a calzar la piel de quienes van por otra vereda, que no saben lo que ha ocurrido después de ellos. En especial los adultos mayores, cortados del mundo a causa del miedo o la incompetencia de los gobiernos de casi todos los países del mundo (porque en algo tenían que ser consistentes), han sufrido una especie de ostracismo que amarga sus días finales. Muchos han muerto dentro de los hospitales, y muy pocos casos regresaron a encontrar la liviandad fatal en sus propias camas, cerca de rostros conocidos. Jamás el rostro de la muerte fue tan cruel que con esas personas que se vieron expulsadas de sus paraísos terrenales para terminar en el anonimato insano de muros blancos y el perfume de los desinfectantes. La soledad absoluta.
Las personas que han fallecido a causa del Covid-19 ya no están, y sus familias quizá tarden mucho tiempo en sanar esas histéricas heridas. El dolor viene de la prisa, de lo inoportuno o inimaginable, de lo que aconteció de un momento a otro. La separación de familias, el inconcluso abrazo, o la imposible amabilidad de una despedida han de llenar de tristes historias el colectivo sobre lo que fue esta pandemia. Por el otro lado, quienes fueron expulsados del mundo, casi apestados por la mala suerte, encontraron reposo en camas genéricas, platicando con las sombras de la humanidad entre pitidos, tubos de plástico y pesadas nubes de fármacos en el aire. Hemos avanzado, quizá, pero muchos fueron los casos donde una persona desapareció para regresar como una bolsa de cenizas, sin mayor miramiento. ¿Qué pensaron allí en sus minutos finales, qué habrán deseado con toda su alma, a dónde habrán posado la mirada y el aliento entre el temor y la locura de no saber qué estábamos haciendo? No hay protocolos para saberlo, y posiblemente no valga la pena en absoluto, más que ser más humanitarios con quienes perdieron de esa manera a las personas que amaban. La muerte es cruel. Y esto ha sido una revolución de la saña contra nuestra frágil necesidad de estar juntos. El tiempo ha ayudado a reducir las muertes, a sortear la fatiga, el desabasto y el encierro. Ya podemos darnos el lujo de regresar a nuestras agendas políticas, a las fiestas, e incluso a la necesidad económica de la guerra. No soy nadie para decirle a los demás que nos quedemos pasmados en el tiempo. Sólo no olvidemos lo que sucedió, el horripilante efecto de no estar preparados para una pandemia, que ha venido a mutilar la humanidad familia a familia. No podemos evitar la muerte ni sus sorpresas, pero sí podemos ser un poco más empáticos por quienes caminan en esa doliente vereda de ausencias.