Editorial
No verás la tierra prometida, de Gabriel Borunda – Ernesto Adair Zepeda Villarreal
No verás la tierra prometida, de Gabriel Borunda
Ernesto Adair Zepeda Villarreal
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Pocos libros de poesía pueden generar un efecto tan inmediato como aquellos donde la verdadera catarsis de la poética se asoma. Este es el caso. Y no es una lectura indiferente. El escritor chihuahuense Gabriel Borunda fue un intenso narrador, y, sin embargo, en el ámbito de la poesía no deja una obra opaca o reducida. Por el contrario, cuenta con una potente voz del filósofo, del padre preocupado, del humano que se conduele de la condición por la que atraviesa, y por la que transitan sus semejantes. En el poemario ‘No verás la tierra prometida’, el escritor deja un descarnado testimonio del dolor en el norte desértico de México, donde cientos de mujeres desaparecen o mueren, sin mayor miramiento. Y es allí donde se vuelve una lectura obligada y preciosa. Aunque es un tema recurrente en la literatura moderna, la violencia asesina que asedia a las mujeres se rebela en cada uno de los detalles que pueblan las palabras del centrado Gabriel, que cuidadosamente habla del desierto y de sus habitantes para enmascarar un poco la brutalidad de lo que acontece en cada conjunto de poemas, como quien reconstruye una ciudad arrasada mediante pequeñas piedras en el parque. Esta edición digital que pude leer (porque es bastante difícil encontrar en papel la obra del chihuahuense) reproduce la edición de 2020 de ‘los cuadernos del farito, colección de austeritud No 1’, supervisada por Amelia Valdez.
El lenguaje de Gabriel es potente y directo, y no se redime en lo rocambolesco o lo barroco, en lo experimental o lo modernista. No, no lo necesita. Porque lo brutal se reduce a un par de imágenes, abrasadoras, que se ven envueltas por atenuantes que dan el contexto político y social que requieren para hacer claro lo evidente. Y es que allí es donde el poemario rebela al genuino ente que se sufre y se horroriza del dolor, que es humano y real. Nos dice: ‘y no pudimos beber el agua/ porque era amarga, sabía a sangre/ menstrual, / de inocente, / de mujer/ y a sudor/ y a miedo’. Esas líneas sintetizan su poemario, y dan un golpe certero e imparable contra el lector, que siente en su propia boca el amargor de la sangre, y por qué no, del pecho. Sus líneas se van acomodando como si cayeran desde la respiración, a veces un poco piadosa, y otras veces son un venenoso incienso que nos llama con su propio pecho.
Pero nada estruja el corazón como lo hace en su poema central ‘¿Cómo pudo sobrevivir?’, donde habla de su hija pequeña y morena (todas las hijas, todas las mujeres, todas las víctimas, en especial en un país clasista y lleno de heridas no curadas desde el desprecio indígena y un tanto misógino, adosado por el desierto), y se sorprende del milagro de escapar del horrido destino de no ser una desaparecida, de no ser un cuerpo ‘público’, de ser una cifra más ante las autoridades y los obispos. Lo terrible es que se sorprende del milagro de que no ocurriera un fatal acontecimiento, como si fuera algo fuera de lo normal. El poemario es una cruel reflexión de la poca humanidad que nos ha llevado a acostumbrarnos a las alertas ámbar, a los posters y familias despedazadas, a la ausencia como una forma de existir contra la que no hay nada qué hacer. El título del libro es todo menos inocente, porque en esa sentencia expone cuanto está mal en nuestra sociedad, en nuestra realidad, en nuestra cómoda tranquilidad.
Hay algunos elementos un tanto cursis en algunos de los poemas, pero son dignos de un padre enamorado de su hija, de un libertario enamorado del ideal humano, pero son necesarios para salvaguardar la conciencia de la bestialidad del contexto, que no se menciona nunca, pero que acecha en cada detalle donde adorna con dulzura sus sienes: ‘Quizá una secreta oración la acompañó cada noche/ quizá la fauna de ladrones/ y rameras/ cubrió sus pasos/ para que ningún asesino la encontrara’ o ‘nada más porque ella está segura/ que soy un hombre justo,/ y tomado de su mano/ verdaderamente lo soy,/ tengo limpias las manos’ o ‘Yo no mataría por ninguna patria/ pero mataría por salvar el futuro que ella sueña.’ Sin estos pequeños respiros sería una espina incandescente para tragar en el silencio de la noche. La poesía surge como una flor entre el desierto, arropada por la gélida briza, escondida entre piedras y huesos que se blanquean al sol de la indolencia.
Además, el autor es bastante iconoclasta, y usa el misticismo de la tradición abrahámica para respaldar su corazón y algunos elementos de su poesía, como la mujer de Lot o la severa pero piadosa imagen de Jehová. En su ardoroso dolor, clama por la conciencia, por la virtud de rectificar el camino, y dejar de esas bestias impiadosas que arrasan con cuanto tienen por delante. Es un libro terriblemente necesario, que nos expone de vísceras para afuera lo que está enfrente de nosotros y hemos decidió ignorar. Esta obra es un llanto amargo ante la fatalidad, que nos recuerda la capital importancia de la poesía para buscar la justicia como un último acto de humanidad, si es que acaso no hemos perdido ya todas las oportunidades.