Editorial

Desempleo y otras curiosidades – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Desempleo y otras curiosidades

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Soy una máquina de Goldberg, cuya principal función es no tener un objetivo claro. Es decir, soy un entero autómata capaz de las más majestuosas naderías, de las más sorprendentes nimiedades. Sin objetivo, pues, no tengo mayor justificación de existir que la de complicar mi propia definición, mi instintiva permuta entre sospechosas conjeturas y viciados conceptos. Soy, al final de cuentas, el legado de lo extravagante, de lo inútil, de lo fútil. Como a Enriqueta Ochoa, a mí nadie tuvo la gentileza de enseñarme habilidades significativas para la vida, sino que me he vuelto tan bueno en cosas que no son relevantes, que parece que me puedo quedar quieto durante toda la vida y ser altamente eficiente en la nada. A veces me obsesiono con algunas habilidades, con algunos trabajos, y ejerzo la mecánica de un sistemas cerrador y altamente controlado que se itera sobre sí mismo hasta completar una tarea. Si es significante o no, es tema que poco parece importarme.

Una de las cosas que nadie me enseño es a ser importante, a ser necesario. Y esa es la habilidad principal de quienes son parte del mundo. En mi caso, más allá de muy específicas circunstancias, poco puedo hacer más allá de la repetición, de la solución altamente circunstancial que se desenvuelve casi sólo por equivocación. No soy plástico, no soy adaptativo, y no poseo la inteligencia natural de quienes se adaptan al cambio del mundo de acuerdo con la variación, de sus entornos, de ellos mismos. Me gusta regodearme de versiones pasadas de la realidad, la nostalgia es un enervante del fracaso por mirar adelante, y allí me quedo pasmado, completamente quieto. Sin embargo, el mundo no parece ir de acuerdo con esta desubicada alegoría de fracasos. Por el contrario, parece obsesionado con reinventarse cada minuto, con ser una iteración evolutiva llevada a la menor de sus posibilidades, pero ser finalmente un suceso distinto.

Otra cosa que tampoco me enseñaron fue a buscar un trabajo competente, a ser funcional en las habilidades de encontrar una manera para hacerse una vida como se presupondría que debería de ser. He dependido más de la fortuna que de la búsqueda activa de trabajos, y un tanto más si se trata de impresionar a alguien con mis habilidades poco definibles. He participado en una veintena de entrevistas, de procesos de reclutamiento, y apenas unos dos o tres han sido relativamente exitosos. No he muerto de hambre tampoco, dando algunos resultados altamente específicos, a preguntas cerradas. Y tal vez no me molesta demasiado no tener que estar saltando de un sitio a otros como la mayoría de las personas, donde algunos incluso llegan a desarrollar cierto gusto al respecto. En mi caso, me siento a esperar un desenlace que en el fondo de mi pecho intuyo, y que no evito en absoluto; porque no lo deseo, o talvez porque no tengo la menor idea de cómo hacerlo.

La parte más complicada del desempleo es saberse inútil, vano, sin sentido. Al menos como prototipo de una máquina de Goldberg, queda el consuelo de que la complejidad que lleva a la ridícula solución de cosas sin importancia se justifica a través de lo sofisticado del procedimiento, como aquellos videos donde las tareas menos significantes se desempeñas con incontables pasos, mecanismos y vericuetos. Ese nivel de inutilidad nos sobrepasa, pero le tenemos cierto aprecio. No tener una función, no tener un objetivo claro, arruina por completo la idea de cualquier mecanismo, ya que lo invalida, lo hace superfluo. Si algo no tiene una función definida y que se pueda llevar a cabo, ¿cómo justifica su existencia? Todas las personas somos importantes, dicen, y tenemos algo único que nos hace especiales. Salvo que algunos de nosotros no lo tenemos. Nacimos huecos, nacimos desterrados de los dones de la habilidad, de los regalos de la relevancia, de tener un significado, de ser alguien con un sentido definible. Existimos por un capricho de la casualidad, por una arrogancia de la nada.

Y es tan depresivo como se lee, y a la vez no tanto. Porque al no tener habilidades, ni tener talentos, ni ser significante, tampoco le debemos nada al mundo. Existimos por un hecho que escapa de nosotros, y delegamos la responsabilidad de darle significado también a alguna figura externa, la que sea, mientras que no agitemos dentro de nuestros pensamientos el cencerro dorado. Acaso se conduele una maquina al estar apagada, en el olvido del óxido, o en la quietud absoluta de la obsolescencia. Apenas es necesario entender que no estamos dispuestos a ser algo en un mundo ordenado, justo por ahora.

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