Editorial

Hija, no crezcas I – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Hija, no crezcas I

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Decía Goeth que “Qué insensato es el hombre que deja transcurrir el tiempo estérilmente”. Y es que es esa trampa de la fugacidad la que construye los muros de nuestra realidad, de sus interpretaciones, de sus límites. La realidad es imperfecta, y se encuentra restringida por los barrotes de nuestros conceptos y definiciones. El tiempo es una de las más interesantes, porque es una magnitud absoluta en nuestra conciencia, en nuestras vidas prácticas, pero es relativa en la física, en procesos que ocurren por encima de nuestra común y comunitaria experiencia dentro del ámbito socioeconómico sobre el que se basa la familia, cualquiera. Y más allá, poco menos que útil es. No por nada a nivel cósmico se usa la distancia y la velocidad, no el tiempo como lo intuimos. Algo semejante pensaba Einstein sobre su relatividad, amoldada a la experiencia del individuo, al efecto de intercambio de placer-dolor en la circunstancia que ocurre. El tiempo no parce existir, y sin embargo, nos rige de manera absoluta. Nacemos, crecemos, y poco a poco nuestro material genético o la fortuna, se acaban. Entonces comenzamos a coleccionar fechas y rituales para medir el paso de las eras.

Mi hija tiene poco más de un año de nacida, aunque tiene casi dos en estado de existencia orgánica, y quizá no tiene ninguno con conciencia propia (según dicen los especialistas). La pregunta interesante es sobre qué edad tiene entonces, desde cuándo comienza su configuración dentro del todo que rige lo que hacemos y pensamos. ¿Fue acaso en su nacimiento violento, o fue en su preconfiguración como un pequeño sueño en pláticas melosas de pareja, o existe desde tiempos inmemorables como un instinto de conservación animal impreso en la huella genética? No lo sé. Por otra parte, ¿existe solamente por el acto de respirar, o se condiciona a ser reconocida por nosotros, su estirpe, como una entidad habilitada para vivir, o es hasta el reconocimiento legal de sus derechos, o la mayoría de edad, o es el apartado psicológico de la inteligencia? Dónde comienza realmente una persona. Dónde acaba.

El hecho es que el tiempo, lo que sea aquella idea del paso de la realidad de un estado a otro, ocurre, pasa, se transfigura en opciones y consecuencias lógicas de condiciones preexistentes. Incluso el albedrío contenido en pequeños rieles donde lo posible se limita a situaciones específicas. Mi hija crece, cambia, día con día. Hoy tiene un truco nuevo que no podía imaginar el día anterior, acumula experiencias, recuerdos, maneras de integrar e interpretar pequeñas experiencias que se redefinen en significancia y en comunicación con su entorno. No parece detenerse, aunque a veces es un proceso lento, casi inapreciable. Hay cosas que ya no hace, hay pillerías que se le han olvidado, y nos damos cuenta sólo al recordarlo, al forzarnos a hurgar entre memorias para comparar el presente con el entonces.

Pero no importa. La vitalidad del ahora difumina los rastros del ayer. Elegimos el momento en el que preferimos ocurrir, sea en la ansiedad del futuro y sus raíces etéreas, sea la abotargada nostalgia de lo ya sucedido, o esa extraña manera de vivir un segundo después de que todo ya ha pasado, el incomprensible presente. Somos conscientes del tiempo una vez que ha ocurrido, siempre corriendo detrás de los hechos. Imagino el porvenir y sus manifestaciones licuadas con la fantasía ante las probabilidades. Hay tantas vidas que he perfeccionado con la calma del ebanista sobre mi hija, y sin embargo, me maravilla la curiosidad de descubrir sus propias acciones, su manera de ordenar el caos que la rodea. Como cualquier anciano de otro siglo, tengo expectativas, pero por el momento no me aferro a ninguna de ellas. Quizá algún par de años adelante las cosas sean de manera distinta. Me limito a descubrir los pequeños detalles y las figuras que se componen con sus breves compuestos.

La niña crece, desarrolla habilidades, comienza a manifestar su propia personalidad; claro, todo partiendo de la experiencia que se le ha entregado de manera previa, aunque modificada. Ahora mido el tiempo sobre la noción de esos cambios, sobre el reconocimiento de cosas que ya no ocurren, que ya no son como lo fueron. El tiempo se ha convertido en recuerdos de una vida ajena que se va transfigurando en sí misma, semejante a las olas de un mar extraño que va descubriendo las costas. Luego el silencio, el dejar ir, el mantenerse de pie a la espera de una carta que traerá el destino o la casualidad. Respiro con cautela, no sé cuándo se aceleran o derrumban los recuerdos, ni dónde se conservan de manera incorruptible. El horizonte no se mueve nunca de su sitio.

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