Editorial

Constelación de ausencias II – Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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Constelación de ausencias II

Ernesto Adair Zepeda Villarreal

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2/3

La gente se enoja conmigo porque no recuerdo los detalles de dónde o cómo nos hemos conocido, y a veces me siento tan incómodo de lo que me cuentan, como si no pudiera ser yo esa persona de la que hablan. He leído durante mucho tiempo, y no puedo recordar correctamente ni los nombres de los autores ni de sus libros, ya veces finjo que en mi silencio me regodeo de una especie de sabiduría que no poseo. Sé que algo de eso se queda en mí, como las fábulas o los enunciados, los versos de un poeta oriental, la sabiduría de una mujer que es encubre para demostrar lo que es, y que me dan vueltas en la cabeza, y que es parte de lo que pienso, pero muy deslucido. Recuerdo las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury y mi emoción de un niño que nunca había salido de su ciudad al recorrer los espejismos de marte. Recuerdo el primer libro que compré por decisión propia, financiado por mi madre con quizá más esfuerzo del que puedo entender, de la colección de relatos de Poe, en un librito de apenas 50 páginas. Recuerdo la elocuencia de discursos y eventos, aunque no podría citarlos a cabalidad, pero que se han ido quedando en mí, como la sal del agua que escurre. Mi método escritural es dejar que la marea choque contra todo lo que hay frente a mí, esperar un largo tiempo, y regresar para identificar los sentimientos que aglutinan esas palabras. He abandonado muchos libros, a algunos he regresado siendo más digno para entenderlos. Y para que algo sea de mi agrado me tiene que parecer ajeno, como si no hubiese salido de mis manos, de mis pensamientos; añoro el fuego como Virgilio. Escribo para recrear esa ilusión de las primeras lecturas, maravillado de que fuera parte del mundo, sin tener que ser yo mismo (como Lugones, como Panero, como Pessoa).

Como se puede adivinar, normalmente no me gusta lo que escribo. Y no es una especie de gloria vana ni de marketing pedante. Siento vergüenza cuando se ha publicado algo mío y me doy cuenta de los pequeños errores en la redacción (como Yourcenar o Rosario), de la simpleza de las expresiones, o de la jactancia ridícula que hilvana laberintos que no dicen nada importante y que se terminan enredando sobre sí mismos antes de desinflarse. La imperfección no cede en ninguno de sus matices. Eso lo sé, lo he aprendió una vez tras otra. Pero lo que he leído me parece perfecto, o cuando menos genuino (Góngora o Goethe). Por eso son los maestros de la literatura, los genios de otras épocas que lograron trascender sobre sí mismos para hablarnos ahora, en esta modernidad tan líquida. No siento que avance mucho por mi cuenta, pero me aferro a intentarlo. Me hago más viejo, pero no necesariamente experimentado. Escribo no para ser claro, sino para esconderme de los demás en una argamasa de sonidos redundantes, irregulares, disonantes. Hay a quienes les gusta algún cuento o poema, y me da un poco de aliento para continuar, pero sé que la mayoría piensa que es un revoltijo de ideas donde en sobrados casos se puede transitar por lo que quiero decir. Claro, son amables y no me lo dicen, pero lo noto en el silencio con que cierran las oraciones.

Estoy convencido de que escribo para alguien, en algún sitio-momento (como Dante), y que esa entidad aguarda a tener noticias de mí prontamente, a que logre comunicarme, aunque sea con brevedad, y todo se solucione, que cobre sentido. Sólo que no sé quién sea en realidad aquello que espera, o dónde esté se ubique, o qué sea lo que le da aliento para mantenerse en esta versión del mundo (como Fontanarosa). A lo mejor es un juego caprichoso de buscar identidad, o es una escabrosa de las vueltas que damos sobre nuestros pasos para sentirnos seguros bajo nuestra piel. Escribo como por inercia, por el capricho de imitar a quienes me acompañaron desde la infancia y por quienes siento una preciada admiración de la inteligencia, y que algo de consuelo me dieron en esos aciagos días donde cada pequeña situación en la casa o la escuela parecían el fin del mundo. Es ridículo, pero era todo lo que tenía entonces. Ahora, viejo, caprichoso, sin claridad en el destino, son nuevas batallas imaginaras para tratar de mantener el control. Me gusta la ciencia ficción y el terror (como Asimov), pero sé que soy malo en ello, y cursi a la mejor. Me gusta el teatro (y la cómica precisión de Ibsen), pero mi torpeza física y expresiva lo reduce a simples cuentos saturados de líneas largas que imitan conversaciones ficticias que me hubiera gustado tener. Me gusta la filosofía y el ensayo, pero no me siento capaz de decir algo importante o significativo. Escribo para distraerme. Me siento útil.

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