Editorial

Miguel Ignacio Miranda – Conversaciones del Taller Malix

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Miguel Ignacio Miranda

Conversaciones del Taller Malix

 

Tema 1: La diferencia entre una mujer y un hombre

Parte 5 ¿Qué es una mujer?

 

“Miguel es un llorón, parece niña”, le decía a mi mamá mi tía Hermelinda que además, era la directora del kínder donde yo era un parvulito aplicado. Estas afirmaciones las encajaba sin pudor alguno, cuando yo me estaba subiendo al carro y sin importarle que un chico de cinco años a punto de entrar a primaria, la escuchara. Recuerdo que a mí me daba mucha pena y me ponía colorado, porque sabía, o intuía, que mi mamá estaba pasando un mal rato, y que, evidentemente, yo no era una niña. A estos argumentos se unían los de mi padre, que cuando veía a mi tía Lupita y a mi mamá jugar conmigo cantando cancioncitas pegajosas y haciendo carantoñas, les espetaba: “Dejen a ese muchacho en paz, lo van a hacer maricón”. El rosa estaba prohibido en mi vestimenta, incluso los colores pasteles eran considerados poco aptos para el vastaguillo que había que cuidar celosamente para que no se le ocurriera “batear de zurda”.

Una vez, saliendo del colegio, mi padre se dio cuenta de que mi pantalón tenía un roto en la rodilla, producto compartido del desgaste y los juegos rudos del recreo. Se metió a la Comercial Mexicana de Pilares, escogió tres pantalones vaqueros e hizo que me los probara ahí mismo, en el pasillo que enfilaba directo a las cajas rápidas. Como pude, sudando y rojo como un tomate, me aguanté las ganas de llorar. Si lo hubiera hecho, habría sido mi perdición total, el acto culminante para llevarme al patíbulo de los escuincles chillones, medio niñas. Por eso me inscribió en el Instituto México, “donde van puros hombrecitos”, decía, “ahí se hacen machitos a fuerza”. El colegio era dirigido y gestionado por hermanos Maristas, consagrados a la Virgen María, que también volteaban para el otro lado cuando los maestros, como Vilchis, le jalaba las patillas a quién no recitaba la tabla del nueve, o Vargas, que un día me agarró distraído, platicando con Contreras en la clase e hizo llenar dos mochilas con libros, de esas de cuero crudo color caca de perro tísico, que se usaban en los años setenta y nos puso a cada uno en una esquina del salón, a cargar en vilo el castigo, durante diez minutos. Si se caía o doblabas los brazos, se duplicaba en tiempo el correctivo. En esa ocasión, mis lagrimones se confundieron con las gotas de sudor que escurrían por mi rostro. Esa vez fue la primera que lloré de coraje, de impotencia. Pero tuve que aprender a defenderme; el instinto de sobrevivencia hace que te espabiles. En el segundo día de clases, en primero de primaria, Ortega y un par de rufiancillos me acosaron en el recreo; “¡Niña, niña!”, me gritaban y entre los tres me empujaban y tiraban manotazos y patadas. Llevaba un abrigo de pana verde, nuevo, que me habían comprado mis padres para las mañanas frías de septiembre, Ortega jaló y rompió una de las bolsas, además de propinarme tremendo puntapié. Curiosamente, quien me enseñó a boxear fue mi madre, que cuando le conté lo sucedido me sacó al patio y me enseñó a colocar un perfecto “uno-dos”, con guardia de izquierda. Aprendí gracias a ella a defenderme, a base de repartir moquetes. Mi padre estaba muy ocupado trabajando y preguntándose qué haría si su hijo le salía maricón.

Pero yo no sabía qué era ser maricón, al menos no tenía una definición más allá del afeminado corriente y vulgar, como los chistes que se contaban entonces. Mi propia definición de “mujer” era incierta: se trataba de seres muy hermosos como mi mamá y mis tías (la tía Hermelinda no entraba dentro de ese grupo, desde luego), bellísimas y delgadas, de pelo largo y pestañas enormes, como mis primas Laurita y Paty, y otro grupo un poco más gritón y latoso como mis hermanas y mis primas más pequeñas. La primera vez que vi una mujer desnuda fue en cuarto de primaria, en una revista que Lozano introdujo de manera clandestina al salón; ahí, en una bolita como de ocho chamacos calientes, me di cuenta de cómo eran las mujeres desvestidas. Y me gustaron mucho. Mi padre podía estar tranquilo, pero el seguía pensando que me convertiría en la Reina de la Primavera.

El único contacto que teníamos en el Instituto México con mujeres eran las maestras de inglés y las alumnas del Instituto Miguel Ángel. Una vez al mes, una comitiva de niñas de cuelo almidonado y corbatín rojo, engalanaban con su presencia la ceremonia de entrega de medallas de aprovechamiento. Por más que me esforcé para pasar de la media tabla del medallero a los primeros escalafones y recibir el diploma acompañado de un inocente beso en el cachete de alguna chamaquilla, eso nunca pasó. No era mal estudiante, pero nunca fui de los mejores, por lo que enfoqué mis baterías a enamorarme de mi maestra de inglés, Betsy Gutiérrez. Huelga decir que ese ferviente amor nunca fue correspondido, ni siquiera con una nota que fuera más allá del “8” en spelling.

Una tarde en que yo cantaba en el coro, el padre Diez me pepenó del brazo mientras yo corría rumbo al auditorio, “Hazme un favor, Miranda, acompaña a esta señorita hasta mi oficina para que haga una llamada a su casa”. Yo me puse rojo al ver esa criatura rubia enfundada en su traje de gala del Instituto Miguel Ángel, con su capa azul marino llena de listoncitos obtenidos en tardeadas y noches mexicanas, su pelo recogido con una diadema roja y unos ojos verdes enormes que hicieron palpitar como a un hipertenso a mi pequeño y blando corazón de niño. La escuela era enorme y caminamos un buen trecho hasta la oficina del director. En silencio. En el silencio más perturbador que había sentido en mi corta vida, donde estaban amarradas, encapuchadas, todas las palabras del mundo. Yo no sabía aún qué era una mujer.

Y creo que todavía no lo sé del todo. Tuvieron que pasar muchos años y todas las mujeres de mi vida. He tenido varias camisas rosas. Sigo llorando de vez en cuando —mis buenos amigos lo saben— y la experiencia me dice que es un poder secreto que tiene el sexo femenino: ellas lloran con un llanto encaminado a un fin, la mayoría de las veces es liberador, en otras, consignador y, a veces, manipulador. Si los hombres lloráramos más, tal vez tendríamos el alma más lavada, más higienizada. Comencé a aprender a conocer a las mujeres cuando, por fin, y gracias a reprobar segundo de secundaria, tuve que repetirlo en el Colegio Franco Español, que era mixto, y a partir de ahí comenzó mi aventura para saber qué es una mujer. He descubierto, a esta edad maravillosa donde empiezo a morir, que he podido transitar decorosamente en el mundo femenino, he estado rodeado de mujeres maravillosas, ellas me han hecho ser hombre, y no voy a escribir aquí lugares comunes ni loas grandilocuentes que desemboquen en un Brindis del bohemio postmoderno, simplemente diré que para poder afirmar qué es un mujer, no solo es menester estar rodeado de ellas, también aprender lo mejor de cada una, y paladear lo aprendido, como cuando se muerde una manzana.

 

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